Una vez se hubo marchado su hermana, Berg respiró aliviado. Esta vez había faltado bien poco. Tenía que ir con más cuidado con las cosas que le contaba a Cris. Estaba claro que el día que se hizo el reparto de la discreción ella no estaba presente. A veces era una latosa de cuidado.
Él siempre había sido un jovencito muy inquieto que padecía de insomnio desde que rompió el huevo. Tenía manías tales como pasarse la noche despierto y salir a explorar el barrio cuando todo el mundo estaba durmiendo. Nadie conocía el secreto de sus escapadas nocturnas y mucho menos sus padres. Disfrutaba de esas excursiones porque, como estaba completamente solo, podía hacer lo que quisiera sin que le molestasen. Así fue como vio descender del cielo aquella nave tan extraña. Aunque desde luego que no fue precisamente desde su ventana como le había dicho a Tontinus.
Aquella misma noche, en cuanto reinara el silencio y estuviera seguro de que todos dormían, volvería en busca del alienígena. El corazón le palpitaba con fuerza cada vez que pensaba en ello y de pronto, se veía a sí mismo en el papel de Cyrus, el héroe de Zórtex. «Yo he visto cosas que nunca creeríais: atacar naves en llamas más allá de Andrómeda; he visto rayos V brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Caelum. Todos esos momentos se perderán para siempre como lágrimas en el mar». Soltó la parrafada en voz alta y grandilocuente, imitando al personaje protagonista del videojuego. Se emocionó tanto que acabó diciendo a grito pelado: «¡¡¡Nada debo temer si la fuerza me acompaña!!!». Luego se arrepintió pensando en que podrían haberle oído. Ya hacía rato que debería estar durmiendo.
Volvió a centrarse en la nave del bosque. Al igual que al alienígena, Berg solo había llegado a vislumbrarla. Incluso desde esa distancia, aquel ser tan extraño le había parecido horrible y repulsivo, muy diferente a cualquiera de los habitantes Belenus, el planeta de las cien razas. Y eso que las había de todas las formas y colores imaginables. Algunas verdaderamente horripilantes. De entre todas, los más agraciados eran la raza a la que pertenecían los Smirnok: los reptilianos, nativos del continente Althea, donde se hallaba la gran metrópoli del imperio belenusino llamada de igual modo.
Se dio media vuelta e intentó dormir un poco, pero era tanta la excitación que sentía, que le resultaba imposible dejar de pensar. No podía quitarse de la cabeza cómo respondería el cosmonauta ante su presencia. ¿Sería beligerante o habría llegado en son de paz? ¿Cómo podrían comunicarse? ¿Y Berg? ¿Cómo se comportaría? ¿Estaría a la altura de las circunstancias o el miedo le haría ensuciarse los pantalones cuando estuvieran por fin cara a cara? ¿Y si resultase que el alienígena fuera ella y no él? Y lo más importante de todo: ¿quién de los dos sería el mejor jugando al Zórtex?
Cuando la casa llevaba ya más de dos belenihoras silencio total, pensó que era el momento de irse. Escuchó con atención durante unos beleniminutos por si alguien se despertaba de repente y le chafaba el plan. Tan solo cuando estuvo seguro de que todos dormían en la casa salió de la habitación. Puso mucho cuidado en no hacer ningún ruido mientras llegaba a hasta la puerta. Pero antes de salir pensó que tal vez el alienígena estuviera hambriento. «¿Y si me viera cómo algo apetitoso a lo que hincarle el diente?», pensó horrorizado. «¡Será mejor que le lleve un poco de comida por si acaso…!». Entonces retrocedió hasta la cocina en busca de algo que pudiera birlar sin que su madre lo echase en falta. Al cabo de unos instantes dio con la solución perfecta: su propia cena. Siempre podría decir que se la había zampado él. Por otra parte, así se libraría de ella, que tampoco era una mala jugada: ya no estaría muy apetitosa. Echó un vistazo y comprobó que los gusanos habían dejado de moverse y la salsa, a base de huevos de arácnidos, se había cortado. Le dio un poco de repelús, pero no tenía ni idea de lo que comerían aquel extrabelenusino, así que decidió llevarla de todos modos.
Buscó un táper para meter la comida, pero al cogerlo, empujó sin querer un tarro metálico que cayó al suelo haciendo un estruendo de mil demonios. El corazón se le disparó a mil por hora y se le erizaron todas las escamas, pero esperó unos segundos y, al ver que todo seguía en calma, guardó las vituallas en la mochila. Ya se disponía a salir en busca de la aventura de su vida, cuando de pronto vio en la penumbra la silueta de su hermana recortada contra el umbral de la puerta.
—¡Aghgggggh! ¡Por el Gran Padre del Pueblo Reptiliano! ¡Qué susto me has dado, Cris!
—¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¿Por qué has metido tu cena en la mochila? —soltaba las preguntas con la velocidad de una metralleta.
—¡Chissst! ¡No hables tan alto qué vas a despertar a los papás! Además, ¡a ti qué te importa! ¿No estabas durmiendo?
—Sí, pero has hecho mucho ruido y me he despertado.
—Pues vete a la cama y vuélvete a dormir, que es así como pasan la noche las niñitas reptilianas buenas como tú. Déjame en paz y no seas pesada.
Estaba preocupado: si el estrépito había podido despertar a Cris también podrían haberlo oído sus padres. Tenía que marcharse cuanto antes.
—Y ojito con lo que vas contando por ahí —trató de aleccionarla.
—Si yo lo único que quiero es ir contigo…
Para convencer a su hermano, Cris utilizó la mirada zalamera típica de las reptilianas, esa con la que sus pupilas se ponían en horizontal y los ojos se volvían de color dorado. Sabía que pocas veces le fallaba. Su secreto era entrenarse mucho. Tan solo otra niña de su clase sabía ponerla así de bien, pero no podía mantenerla tanto. El problema era que algunas veces se quedaba agotada después de hacerlo. Una vez que se la puso al chico que le gustaba, estuvo tanto rato que acabó por desmayarse y tuvieron que llevarla a la enfermería del colegio. Pero aquella miradita que surgía tan buen efecto con los mayores, sobre todo con papá, no ablandó para nada a Berg.
—No puede ser. Ni de broma —concluyó tajante.
Con su hermana pegada a él, la fiesta se acabaría antes de empezar. Estaba dispuesto a dejarla en casa como fuera.
—¡Es que yo quiero ir! ¡Venga, jo… llévame, que nunca salgo contigo por ahí!
Su voz de pito amenazaba peligrosamente con despertar a todo el vecindario. Acorralado, Berg terminó por desembuchar:
—Para que te enteres: voy a ver al alienígena. Es muy peligroso y no puedes venir. ¡Que te lo acabo de decir!
—¡Caray! Otra vez estás con ese rollo. ¿Cómo sé que ahora no estás mintiendo otra vez? —Aún estaba dolida por el tono con que le había hablado antes—. Si me dejas ir contigo no diré nada. ¡Verdad verdadera!
—No puede ser, Cris, créeme. Otro día te llevaré a ver los cocodráctilos enanos. ¡Te lo prometo!
Ahora Berg se mostraba condescendiente. Sabía que su hermana se pirraba por ellos e incluso habían llegado a tener uno, aunque ahora su mascota era una vulgar tarantularia azul.
—Si no me dejas que vaya me chivaré a mamá. ¡Ya lo creo que lo haré! —Cris comenzó la frase entre pucheros.
Como parecía que iba a ponerse a berrear de un momento a otro, a Berg no le quedó más remedio que transigir.
—Vale, pero luego no me vengas con que estás cansada. Hay que caminar un buen trecho. Además, tienes que obedecerme en todo. De lo contrario no hay trato.
Su hermana sonrió mostrando dos hileras de blancos y afiladísimos dientes. Al final, como siempre, era la vencedora de la contienda. Berg no era rival para ella.
Salieron de casa al amparo de la oscuridad. Tuvieron que atravesar varias avenidas y plazas. Al cruzar por el bulevar de la República Reptiliana, Berg tuvo que retener a Cris por el cuello del pijama para evitar que un transporter que iba a toda pastilla se la llevara por delante.
—¡Serás caradura! ¿Dónde has conseguido el carné, en una feria? ¡Sí hasta un reptisimio conduciría mejor que tú! ¡Pedazo de multa que te tendría que caer! —increpó Berg al conductor.
Tras aquel desahogo se dirigió a su hermana en un tono más circunspecto, típico de hermano mayor.
—Haz el favor de fijarte más, Cris. Acabo de salvarte las escamas. ¿Ves cómo te tendrías que haber quedado en casa?
—Lo siento, Berg —respondió la niña también contrariada por lo ocurrido—. Te prometo que tendré más cuidado a partir de ahora.
Una vez pasado el susto reemprendieron la marcha y tras recorrer una distancia de unos dos kilobelenímetros llegaron al bosque que rodeaba esa parte de la ciudad. Aún tuvieron que internarse un poco hasta llegar al claro donde estaba posada la nave.
—¿Y ahora qué? ¡Ves como todo lo que te conté era verdad! —se pavoneó él mientras le señalaba el vehículo espacial.
—¡Guau, Berg! ¡Nunca había visto nada tan chulo…!
Cris lo flipaba. Como no jugaba a Zórtex, no estaba familiarizada con ese tipo de artefactos, ni siquiera con los de ficción.
—¡La silueta se parece a la de un pterotidáctilo! ¡Y mira ese precioso color gris plateado que tiene, casi tan bonito como los ojos de mamá!
¡Vaya comparaciones que se le ocurrían a Cris! A Berg lo que más le impresionaba era su forma aerodinámica, aunque su tamaño era algo más pequeño de lo que se había imaginado. El transporter familiar en el que los llevaba su padre los domingos a lugares como el parque nacional de Belenostone, a Belenolandia, a la playa del Gran Arenal, o a mil sitios más, según fuera la estación del año, era casi igual de grande. Se sintió algo defraudado por sus dimensiones, pero se volvió a entusiasmar al comprobar lo moderno del diseño. Al observarla con más detenimiento vio que tenía el fuselaje dañado en algunas zonas, aunque no parecía nada serio. ¿Le habría ocurrido durante el abelenizaje? ¿Desde qué lejana galaxia habría viajado ese pedazo de bólido? Las preguntas que se le ocurrían acerca del extraño armatoste eran infinitas como las estrellas de la noche belenusina.
Durante un buen rato se quedaron quietos y en silencio, observando la astronave. Después Berg dejó a su hermana escondida tras unos arbustos con la orden de no moverse ni hacer ruido viera lo que viera y pasase lo que pasase. Luego exploró con discreción los alrededores. Su principal temor era que Tontinus anduviera por allí, pero no se veía ni un alma. A pesar de ello no las tenía todas consigo. «El miedo puede ser mi aliado. Usa la fuerza, Berg». Continuaba animándose con las frases de su videojuego favorito, aunque en esta ocasión se limitó a repetirlas mentalmente. Debía ser sigiloso y no bajar la guardia. No tenía ni idea de por dónde andaba el extrabelenusino. Aunque se hiciera el valiente delante de Cris, la verdad es que a última hora le estaba entrando un poco de canguelo.
Cuando comprobó que «no había actínios en la costa», como decían en Althea, se tranquilizó. Se moría de ganas por acercarse más y tocar el artefacto. De repente, un gran nubarrón ocultó la luz de Sámsara, la espléndida luna del planeta. Berg aprovechó la momentánea oscuridad para deslizarse hasta la nave y posar sus manos sobre ella. Se quedó tan extasiado al tocar la superficie fría y lisa del metal que perdió la noción del tiempo. Sabía que estaba siendo protagonista de un hecho excepcional en la historia de Belenus. Ni Próculo Tontinus ni nadie podrían quitarle el mérito de haber sido el primero en descubrirla.
Cuando volvió en sí, se fijó en una especie de recuadro en uno de los laterales donde había unos símbolos grabados sobre el metal. Tal vez esos garabatos pertenecieran a la escritura de algún idioma desconocido. Se preguntó qué podrían significar. Estaba la mar de intrigado, así que tomó una imagen de la inscripción con el chip personal que a todo belenusino se le colocaba en el cerebro nada más nacer. Tal vez encontrase una inspiración para descifrar aquel enigma. Luego retrocedió hacia donde había dejado a su hermana esperándolo. En el momento en que se ponía otra vez a cubierto en el interior del bosque, la nube se alejó de Sámsara y el satélite iluminó de nuevo el claro. «¡Por las escamas! ¡Qué poquito ha faltado esta vez!».
Ilustración original de Juanjo Ferrer para el libro editado por Desafíos Literarios
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