Me fui voluntaria con Médicos Sin Fronteras en un momento de mi vida en el que me hallaba perdida. Pensaba que, ya que no podía hacer nada por mí misma, bien valía la pena tratar de hacer algo por los demás. Y así fue como me vi de repente destinada a Alepo en diferentes misiones humanitarias. La historia que voy a contar sucedió durante una de las últimas en que participé.

El día había sido infernal. Los bombardeos tan solo cesaron al atardecer, como si los aviones fueran aves de presa diurnas que regresaran al nido para alimentar a sus polluelos al caer el sol. Durante la estrecha franja de luz que quedaba intentamos auxiliar a la población, que estaba siendo masacrada desde primera hora de la mañana. Hacía semanas que aquel sector de la ciudad carecía de suministro eléctrico y no queríamos que la noche se nos echase encima sin haber socorrido y evacuado a los heridos que aún contasen con alguna posibilidad de salvación. La consigna era centrarnos en ellos. Solo si después de eso quedaba algo de tiempo podríamos prestar consuelo a los moribundos que ya habíamos desahuciados de antemano. Sé que parece una actitud dura, pero es necesaria para salvar el máximo número de vidas posible. Como todo el equipo, yo sabía que a veces se daba un milagro y una de aquellas personas, a las que ya prácticamente les estábamos preparando la fosa, sobrevivía, pero eran los menos. Por lo general, nuestro criterio solía ser certero.

Recogimos a muchos heridos, algunos muy graves, aunque aún atados con fuerza a la vida, otros más leves. Vimos miembros rotos, cabezas abiertas, sangre, polvo, desesperación. También muchas miradas perdidas. Hubo quien no quería separarse de sus muertos y nos hacía emplearnos a fondo para meterlos en la ambulancia. Fue después de estabilizar y evacuar a un niño de corta edad y a su madre embarazada,  que clamaba por la vida del esposo que yacía a su lado exangüe, cuando vimos aquel edificio derruido. Aún teníamos en la boca el regusto amargo que nos había dejado el haber llegado tarde para salvar también al hombre. Pero éramos gente curtida en aquellas lides y nos centramos en otros posibles objetivos que requirieran de nuestra ayuda. Entramos y exploramos la planta baja.  Avanzábamos ya casi en penumbra esquivando los cascotes que caían y que nos amenazaban a cada paso.  Cuando concluimos que allí no había nadie, nos dirigimos hacía el piso superior. Casi habíamos perdido la esperanza de encontrar a alguien más vivo. Pero conforme subíamos penosamente por aquellas escaleras ruinosas y casi impracticables, empezamos a escuchar a alguien recitando o tarareando a media voz con un ritmo sincopado. Nos dirigimos entonces hacia la estancia de dónde parecía provenir aquella salmodia. La alcoba, al igual que el resto de la casa, estaba asolada. Supuse que hasta el bombardeo de aquel día había sido un habitáculo digno para su morador, que estaba allí, impertérrito, sentado en el borde de una cama cubierta de escombros y todo lo erguido que sus cansados huesos le permitían. Los muebles eran sencillos y dignos y, sin ser lo que se dice nuevos, tenían buen aspecto. Sin embargo, el polvo del derrumbe daba a todo una pátina de angustiosa sordidez. El hombre, ya un anciano, sostenía una pipa apagada y miraba con ojos extraviados un viejo gramófono que permanecía silencioso mientras canturreaba para sí, como si siguiera las notas de una canción imaginaria. Y en efecto, había un vinilo en aquel tocadiscos desvencijado. Cuando el hombre nos oyó entrar volvió la vista hacia nosotros, apenas un instante y se calló. Entonces pude reconocerlo. Él había sido uno de aquellos milagros que de tanto en tanto sucedían. Un superviviente contra todo pronóstico, que se había aferrado a la vida seguramente muy a su pesar. De repente, recordé todos los detalles de lo sucedido entonces. Habían arrasado su casa y toda su familia: esposa, hijos, nietos habían perecido bajo los escombros. Tratamos de rescatarlos, pero ninguno salió con vida allí. Tan solo él y muy malherido, aunque todavía consciente. Tenía una enorme brecha en el pecho por la que se le escapaba la vida borbotones. Se lamentaba sin cesar, lo cual yo en principio atribuí al dolor, pero uno de mis compañeros se tomó la molestia de sacarme de mi error.

—Todos los suyos han muerto y él no quiere sobrevivir —dijo en un tono de indiferencia que entonces me indignó. Aunque ahora comprendo que era una coraza de autoprotección. Que no puedes ayudarlos si tan solo te dejas arrastrar por la piedad.

—Por favor, déjenme morir aquí —susurró, ya con las fuerzas a punto de fallarle—. ¿Para qué querría vivir, si ya no me queda nadie por quién luchar? —consiguió decirnos con un hilo de voz antes de entrar en parada.

Sin dejar traslucir mi angustia y con el corazón en un puño, lo reanimé con la ayuda de un enfermero. Mientras tanto, el resto del equipo le administró sueros para estabilizar sus constantes y acabamos evacuándolo en la ambulancia. Puesto que no había nadie más a quien salvar nos empleamos a fondo a con él, a pesar de las ínfimas probabilidades que le calculamos con nuestro ojo experto. Luego lo dejamos en el hospital y yo no volví a saber de él. Al cabo de un tiempo me trasladaron a otra unidad y enfrentada como estaba cada día a nuevos retos, me olvidé de aquel episodio. Ni por un momento pensé que volvería a encontrar a aquel anciano cuya tragedia era haber perdido a su familia. Y sin embargo, allí estaba, de nuevo ante mí, como si fuera un fantasma surgido del pasado. Cuando nuestras miradas se cruzaron comprendí que no me había reconocido.

—Busquen en otro sitio —dijo impasible—. Yo no necesito su ayuda.

—Pero no puede quedarse aquí —repuso uno de mis compañeros—. Venga con nosotros y lo llevaremos a un lugar mejor, donde haya gente que cuide de usted.

—Les repito que no necesito ayuda. ¿No se dan cuenta de que están invadiendo mi intimidad? Solo quiero quedarme aquí y seguir escuchando mi canción.

Aquella respuesta nos dejó perplejos y nos llevó a desconfiar de su buen juicio, pues era una obviedad que el gramófono, sin electricidad, no funcionaba. Así se lo hicimos notar. Entonces respondió con voz firme y serena:

—Veo que no quieren entender… Nada me ata ya a este mundo, pues perdí todo aquello que me importaba. Esta música es lo único que me queda. Solo quiero escucharla. Con ella bailé con mi esposa el día de nuestra boda. Con ella celebré el nacimiento de cada uno de nuestros hijos y nietos. Y con ella quiero esperar a que me llegue la hora, ya que Dios no quiso que yo muriera con ellos. Por favor se lo ruego, váyanse y déjenme ser feliz de la única manera que puedo, esperando la muerte mientras escucho esta canción que me recuerda toda la dicha que perdí. Aunque el disco no suene, yo lo escucho con el corazón, que es lo que importa.

Entonces, ignorándonos por completo, se centró de nuevo en el gramófono y con aquella voz desgarrada comenzó  a canturrear otra vez.