Como te iba diciendo, aquel martes otoñal, después de hablar contigo quise seguir con lo que estaba haciendo, pero la conversación me había puesto depre o quizás me carcomían los remordimientos por la forma en que te había hablado. Intentaba concentrarme, pero la intranquilidad que rebullía en mi interior no me dejaba. En aquel momento la tormenta había alcanzado su máximo apogeo y tampoco me ayudaba en nada, recuerda que siempre les tuve miedo. El resplandor de los relámpagos se colaba por el ventanal del despacho y los truenos retumbaban sin parar entre los acordes de Una furtiva lagrima. Sabes que necesito la música: me ayuda a escribir. Es una manía que me ha acompañado desde pequeña, desde la época en que papá escuchaba sus óperas en el viejo tocadiscos del salón. El silencio tiene algo que me asusta sin remedio, hace que me sienta desprotegida y vulnerable ante todos los peligros del mundo.

En medio de la tormenta hice una pausa para prepararme otro café, porque el que tenía sobre la mesa, junto al esqueleto marchito de aquella planta que me habías regalado por mi cumpleaños —exacta a la de Raquel— y de la cual no me animaba a desprenderme por pura pereza, llevaba frío un buen rato. De camino a la cocina me asomé al balcón. Fuera, la lluvia seguía cayendo, aunque parecía que el aguacero comenzaba a aflojar por fin. Unos rayos de sol incipientes surgían entre los nubarrones que parecían teñidos de hollín, dándole al cielo un aspecto de dibujo al carboncillo. Me pareció bello, pero de una belleza ajada y deslucida, tal vez llena de nostalgia por el recién acabado verano. La tenue luz destellaba en las gotas de lluvia adheridas a los cristales. No me cabía duda: la mañana estaba apagada y triste. Como yo.

Regresé al escritorio con mi café extralargo y sin azúcar y cambié la música. La ópera era demasiado brillante, incluso dentro de la tragedia que acostumbra a acompañarla, y yo necesitaba algo más opaco, acorde con mi estado de ánimo. Los blues me metieron en faena y por fin pude escribir un capítulo entero casi de tirón. Estaba terminando de perfilar la escena del crimen cuando sonó la sintonía de mi móvil —sí esa que a ti te gusta tanto, Tubular Bells, o las campanas, como tú prefieres llamarlas—. Era un número desconocido. Aun así contesté.

—¿Diga?

—Hola… ¿Sandra…? ¿Sandra Rojas?

—Sí…

—Soy yo, Ricky. ¿Te acuerdas de mí?

De momento me quedé algo desconcertada y vacilé antes de responder. De hecho, no creía conocer a nadie con ese nombre.

—¡Humh…! ¿Ricky? ¿Qué Ricky? ¿Podrías especificar un poco más?

—¡Sí, mujer! ¿No me recuerdas? Nos vimos hace como dos semanas, en la presentación de la última novela de Francisco Claudon en la Sala de Exposiciones del Ateneo Mercantil. Soy aquel concejal tan resultón que iba con Amalia Lozano.

No me hizo gracia la broma, pero decidí no juzgarlo por un detalle tan insignificante. En cuanto a Amalia, como sabes es mi agente y también una de mis mejores amigas a pesar de ser algo mayor que yo. A ella era a la única a la que por entonces se lo contaba todo, porque conseguía entenderme y aguantar todas mis neuras sin hacerme reproches. Además le encanta representar el papel de hermana mayor yo que le había adjudicado desde el momento en que nos conocimos. La mención de Amalia me situó enseguida y me hizo recordar aquella noche a la que se refería. Era cierto que me había presentado a Ricky, pero por su nombre completo: Ricardo Ballesteros. De ahí mi despiste inicial.

Ya era bastante tarde. El evento daba sus últimos estertores y yo estaba harta de lucir mi mejor falsa sonrisa y seguir con aparente interés conversaciones de lo más intrascendentes, que me importaban lo que se dice nada. Qué quieres que te diga, a esas presentaciones no voy a divertirme sino a relacionarme con la gente que puede abrirme puertas. Además, ya me había entrado el bajón y daba por amortizada la velada. Permanecía sentada en una butaca solitaria situada estratégicamente en un extremo de la sala, muy cerca de la mesa donde la organización del evento había preparado un pequeña bufet para homenajear al autor y a todos los asistentes. Mientras tanto, hacía acopio de las últimas fuerzas para comenzar con las consabidas despedidas. Los restos de los canapés y las copas a medio terminar componían una triste estampa de lo que había dado de sí el acto. Al mismo tiempo, una legión de camareros se afanaba por poner un poco de orden en aquel caos. Los maquillajes de las mujeres empezaban a correrse por el paso de las horas y dejaban traslucir los rostros cansados de sus propietarias. Quizás, al mío le habría sucedido igual, pero poco me importaba. Tampoco los hombres habían quedado indemnes por el inclemente paso de las horas: por aquí, alguno con el nudo de la corbata aflojado; por allá, alguno más con la camisa descompuesta o con la incipiente sombra de la barba asomando después de tantas horas del rasurado. En medio de aquella resaca festiva vi acercarse a dos figuras impolutas, como recién salidas de una revista de moda. Eran Amalia y Ricky.  Calculé que tendría unos cuarenta y cinco años, aunque luego supe que tenía alguno más. Pertenecía a esa clase de tíos que parecen quedar congelados en el tiempo llegados a cierta edad. Bajo su impecable traje hecho a medida se adivinaba un cuerpo cincelado a golpe de gimnasio. «Atractivo si es que te gustan mayores», pensé de inmediato. La verdad es que no me había vuelto a acordar de él hasta aquella llamada.

—¡Ah, sí… claro…! ¡Ya me acuerdo! —respondí tras el ejercicio de memoria.

—Fui yo quien le pedí a Amalia que nos presentara —insistió él con vehemencia.

Curiosamente, su voz, a través del teléfono me resultó seductora. Mucho más de lo que la recordaba al natural. Achaqué mi falta de interés a lo tardío del encuentro. Como buena escritora suelo fijarme mucho en los detalles, pero en aquella ocasión, según parece, no lo hice.

—Soy un gran admirador tuyo y tenía muchas ganas de conocerte —me soltó a bocajarro.

Me puse un poco recelosa por aquel halago tan facilón, pero lo dejé continuar.

—¿Qué haces?

—Ya sabes, intento escribir…. ¡Soy novelista! ¿O es que no te acuerdas? —respondí algo borde. Pero esa vez fue él quien no pareció tenérmelo en cuenta.

—Mujer, no me refería a ahora mismo, sino a esta noche. He conseguido dos entradas para Madama Butterfly y enseguida he pensado en ti. Me preguntaba si querrías abandonar la literatura por un rato y acompañarme a ver la función. Canta Karina Korsakova. Ya sé que nadie como la Callas para el papel, pero creo que sabrá dar la talla. Es a las ocho. ¿Vendrás?

Para mi sorpresa hablaba como un verdadero entendido en el cante lírico y son difíciles de encontrar, lo sé por propia experiencia. Casi siempre me tratan de friki al confesar esa afición que me había inculcado papá. Por eso me preguntaba qué habría de verdad y qué de postureo en las palabras de aquel concejal buenorro y entrado en años que se había tomado la libertad de irrumpir sin previo aviso en mi santuario. Pese a mis reservas, aquel plan tan poco convencional tenía los ingredientes necesarios para despertar mi interés. Terminé aceptando la proposición, aunque no paré de darle vueltas al asunto durante el resto del día. Seguía teniendo alguna duda. En algún momento estuve a punto de devolverle la llamada Ricky y cancelar aquella cita tan extraña. Pero la posibilidad de ver Madama Butterfly en vivo, algo que nunca había tenido la oportunidad de hacer, pesó más en la balanza. Además, ¿qué de malo podía haber en ir a ver una función de ópera?