Ignacio había pasado el día ilusionado, esperando que llegara la hora convenida con Paco para ir a Fontina en busca de su amada, con la intención de que regresaran juntos al hogar de donde, en su opinión, nunca debieron salir; al menos por separado. Con suma impaciencia, llegó algo antes de lo estipulado. Pidió una jarra de cerveza y se puso a ver el televisor, que se hallaba encendido.
Emitían un espantoso espacio veraniego, de los que ponen para torturar a los pobres indefensos que no han tenido la fortuna de salir de veraneo. Así y todo, como no tenía nada mejor que hacer, se enganchó al programa; se trataba de un concurso de karaoke.
Llevaba un buen rato observando como los participantes destrozaban, sin paliativos, los temas musicales, uno tras otro, cuando se le acercó un muchacho de unos quince años. Este le hizo desviar su atención del aparato.
—¿Eres Ignacio? —le preguntó con cierta indiferencia.
—¡Sííííí! —contestó, algo alarmado, pues su instinto, que casi siempre era certero, le decía que algo no estaba marchando bien del todo.
—Me envía Paco, el de la grúa. Dice que no puede hacer el viaje porque el coche aún no está listo para entregarlo. —«¿Por qué siempre tengo que acertar cuando se trata de malas noticias?», pensó Ignacio.
»También me ha dicho…. —ahora, titubeaba un poco tratando de recordar el mensaje palabra por palabra—, ¡me ha insistido en que es muy importante!, que acudirá el jueves a esta misma hora —terminó, por fin, la misiva. Aunque aún añadió, algo vacilante— ¡Ah…, se me olvidaba! me prometió que…, que me comprarías un helado, ¡ya sabes…!, por haberte traído el recado.
Esto último, sin duda se lo acababa de inventar, pero creyó que bien valía la pena intentarlo… Ignacio pagó su consumición y el helado del chaval de mala gana y salió a toda prisa del local antes de que la locura que comenzaba a sentir, le hiciese cometer alguna tontería.
Se encontraba abatido y, al mismo tiempo, lleno de ira. Como se conocía bien, sabía que tenía que poner tierra de por medio para que ningún transeúnte inocente resultara perjudicado. La última vez que se había sentido así, unos meses antes de conocer a Alicia, dos pobres muchachos que se encontraron en su camino y quisieron buscarle las cosquillas dieron a parar con sus huesos al hospital. Por fortuna, las heridas no fueron graves y los interfectos, que tampoco eran angelitos precisamente, renunciaron a poner la pertinente denuncia.
Ahora, las cosas habían cambiado. Ignacio ya no era un animal y sabía controlar mejor sus instintos y emociones, pero aun así prefería evitar la compañía una humana cuando se encontraba en ese estado. Ya se sabe que la cabra siempre tira al monte.
Ignacio se pasó el resto de la tarde caminando furioso, sin rumbo fijo y volvió a la pensión para cenar y acostarse. Pensaba que el cansancio le podría y no tendría demasiados problemas para conciliar el sueño.
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