Cuando Alicia llegó a Casa Domingo, hacía ya un buen rato que estaba esperando Alberto. Se puso en pie, para recibirla, y, galante, la ayudó a acomodarse en su silla, justo enfrente de la que él ocupaba.
Le preguntó si quería tomar algo de beber antes de pedir la cena y ella le contestó que no. En su estado, le convenía ser sobria con la bebida. Alberto hizo un gesto al camarero y encargó una cena bastante frugal, pues ninguno de los dos tenía mucho apetito. Además, el sitio tenía más de tugurio que de restaurante propiamente dicho. Alberto lo había escogido por ser uno de los locales menos frecuentados del pueblo, allí podrían hablar sin testigos indiscretos.
Cuando el camarero les hubo servido, se hizo un silencio sepulcral, aunque ambos sabían que habían ido allí más a hablar que a comer. Pero ninguno de los dos se atrevía a romper el hielo.
—Y bien… —fue ella la que habló primero—, ¿qué era eso tan importante que querías decirme? —observó, haciéndose un poco la distraída.
—Bueno, Alicia… —prosiguió Alberto dubitativo y poniendo ojos de corderito degollado—. Lo que ocurrió ayer…
—Ayer no ocurrió nada malo, no tienes porqué disculparte. Es más, te estoy sumamente agradecida, fuiste…, ¿cómo te diría…?, como una gran inyección de vitaminas para una paciente muy necesitada.
—Sí, Alicia. Yo también disfruté mucho, pero no se trataba de eso exactamente de lo que yo quería hablar —Alberto parecía cada vez más turbado.
»Creo… —ahora, la inseguridad lo hacía tartamudear—, crecre…, creo que me he enamorado de ti, y eso me, me…, me asusta —al fin, pudo concluir la frase con algo más de aplomo—. Necesito conocer tus sentimientos hacia mí, si piensas volver pronto a tu casa, si…
—No sigas, Alberto —le interrumpió Alicia que por el contrario, hablaba con una gran decisión y seguridad—, yo también he estado pensando mucho toda la mañana.
»Trataré de ser lo más sincera posible, aunque diga alguna cosa que tal vez pueda herirte. Yo a ti te gusto, es verdad, y tú a mí también, de eso no cabe duda. A Ignacio de momento dejémosle estar, él por ahora ni pincha ni corta en esta historia —bebió un sorbo de agua y añadió—: ¡lo de ayer fue fantástico! —al decir esto último no pudo impedir que todo su rostro se iluminara.
»Ya te lo he dicho y te lo repito de nuevo si quieres. Pero, con franqueza, creo que tú y yo, ¡juntos…!, no tenemos futuro. Tú no abandonarías Fontina por nada del mundo, y yo, aunque también me he encariñado con este lugar, necesito recobrar mi vida, volver a mi casa, a mi trabajo…
Hizo una breve pausa, tras la cual, añadió con una gran convicción, y puede que, también, con un punto de crueldad:
—¡Olvídame, Alberto!, yo no te convengo. Fíjate en alguna chica mona de por aquí, en alguien que pueda compartir la vida contigo en este lugar. Yo, aunque quisiera, no podría ser esa mujer…
Alberto puso una cara de tristeza que por un momento casi consiguió conmover a Alicia, pero esta venía preparada para la situación, ya que había sabido prever la reacción de Alberto. De hecho, se había pasado el día pensando en como hablarle con la mayor claridad sin ofenderlo.
—No me odies, Alberto, ¡por favor, no me odies!, ¡te lo suplico! No es culpa mía que este no sea mi lugar.
—Sí, lo comprendo —respondió él con un poso de ternura y resignación en la mirada—, ya me imaginaba que las cosas serían así, pero tenía que intentarlo.
La inseguridad había cedido el paso a aflicción, y a Alberto se le había hecho un nudo en la garganta de manera, que a duras penas le salían las palabras.
—Si no hubiéramos hablado sobre ello, me habría quedado para siempre una duda que me hubiese corroído el resto de mi vida. ¡Ahora ya sé a qué atenerme!
—Alberto… —trató de animarle Alicia. No deseaba asociar su recuerdo al hombre triste y hundido que tenía ahora frente a ella, necesitaba recordarlo alegre y jovial, tal como lo había conocido.
»Tú eres muy atractivo, tienes un negocio propio, las cosas te van bien, en definitiva, eres un buen partido. Sé menos tímido y trata de cultivar más amistades femeninas. Estoy segura de que con el tiempo podrás encontrar a tu media naranja. Hazme caso y no te desanimes. Además, siempre podremos seguir en contacto y ser amigos, ¿no?
De esa manera, se intercambiaron direcciones y números de teléfono, sabedores de que todo eso formaba parte de un ritual de cortesía para evitar un mutuo desaire. Era una manera discreta de darse el adiós definitivo, casi con toda seguridad, apenas unas horas después de haberse colmado de felicidad y de haber compartido juntos el paraíso. Pero ahora llegaba el momento de volver a la tierra y el proceso estaba siendo doloroso y desgarrador para ambos.
Terminaron de cenar y Alberto acompañó a Alicia a la pensión, pero antes de llegar, en la última esquina, aprovechando un recodo oscuro, la atrajo hacia sí y se dieron un beso apasionado, largo e intenso, como si aquella fuera ya la despedida final. Después, como si tal cosa, la dejó en el portal despidiéndola con un amigable y más bien soso beso en la mejilla.
Alicia tuvo que subir las escaleras muy deprisa para evitar, a toda costa, toparse con María, ya que gruesas lágrimas resbalaban a raudales por sus mejillas y no quería ningún testigo de la inmensa pena que en ese momento la afligía.
Alberto lo tuvo más fácil, porque los hombres no lloran, o al menos eso es lo que dicen. Pero no pudo impedir que los ojos se le humedecieran ligeramente. «¡Asco de polen!», se dijo tratando de engañarse a sí mismo sobre el origen de sus molestias oculares.
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