Por la tarde, después de la siesta, Alicia se arregló y se fue al taller, a esperar a Alberto a la hora de la salida. Cuando este echó el cierre, le hizo notar su presencia y le pidió que la acompañase por última vez a La Fuente del Sauce.

Tras un primer gesto de sorpresa, Alberto le dedicó una sincera sonrisa de agradecimiento y le pidió unos  minutos para darse una ducha rápida con que quitarse la suciedad propia de su trabajo, pero estaba encantado con la idea y deseoso de pasar su última tarde juntos en su rincón preferido. Le agradeció sin palabras a Alicia que hubiera elegido esa forma tan entrañable como original para despedirse de él.

Tuvo que esperarle unos quince minutos hasta que volvió a parecer, impoluto y recién afeitado. Comenzaron a caminar juntos y en cuanto abandonaron la última casa del pueblo se cogieron de la mano y, aunque no pronunciaron una sola palabra, se sentían a gusto el uno con el otro. De no pertenecer a lugares tan diferentes  probablemente les hubiera resultado muy fácil acoplarse, pero entre ambos existía una distancia insalvable que no podía medirse solo en kilómetros y que hacía del todo imposible que su relación perdurara. Así que, no les quedaba más remedio que despedirse, con la vana esperanza de que, quizá, algún día sus vidas volvieran a cruzarse.

Cuando llegaron a la fuente se sentaron en uno de los poyetes, los dos muy juntos. Alberto pasó su brazo por encima del hombro de Alicia  y esta, se recostó suavemente, con un gesto muy dulce, contra su pecho. Al principio no hablaron mucho, sobraban todas las palabras. Al cabo de un rato de estar allí, quietos en ese abrazo tan íntimo, oyéndose latir mutuamente los corazones, desearon que el tiempo se detuviera en ese instante, que ambos querían recordar el resto de sus vidas. Después, Alberto comenzó a acariciar la cara de Alicia, el pelo, su talle, que a pesar de la incipiente gravidez, todavía conservaba su finura y comenzaron a besarse.

Se besaron con besos agridulces, con sabor de mermelada de naranjas amargas. Eran besos tiernos y de una pasión contenida, pero exentos del ardor imperiosos que solo da el deseo que quiere ser satisfecho de manera inmediata. Eran besos de amantes, que saben, resignados, que ya no pueden esperar nada más el uno del otro y que quieren demostrar que su amor puede ir mucho más allá de una tarde de loca pasión. Con esos besos pretendían, probablemente sin ser conscientes de ello, establecer un vínculo permanente, una complicidad perdurable, eterna. Su relación, aunque muy breve en el tiempo, había sido algo mucho más profundo que una aventura ocasional y querían dejar cada uno su huella indeleble en el otro.

Estuvieron allí hasta que anocheció intercambiando besos, abrazos y susurros llenos de ternezas. Volvieron de nuevo a Fontina sin ningún problema, a pesar de que por primera vez, desde aquel incidente ocurrido en su niñez, Alberto había prescindido de su inseparable linterna.

Cuando regresaron, acompañó a Alicia a la pensión y la dejó en la puerta con una despedida bastante seca.

—En cuanto el coche esté listo, te avisaré —dijo, como si se tratase de un simple encargo más.

—De acuerdo —contestó ella, con la misma aparente frialdad.

¿Qué otra cosa podían hacer? Habían vivido en unas pocas horas lo que muchos no son capaces de vivir durante una vida entera. No tenían nada más que ofrecerse, tal había sido la intensidad de su encuentro. Era una situación que no admitía palabras mediocres, y las otras, las delirantes, las ardientes, las tiernas…, ya se las habían dicho todas.

Alicia cenó sin mucho apetito pues esa extraña despedida, primero tan íntima y sentida y luego tan glacial, la había puesto de un aire bastante melancólico. Subió a su habitación y se acostó. Trato de leer un poco por ver si la vencía el sueño, pero lo cierto es que se pasó la noche en blanco.

Alberto también sintió, en la soledad de su casa de soltero, una terrible nostalgia, anticipatoria del futuro, si se quiere, ya que Alicia todavía se encontraba en Fontina. Pero él se sentía, a todos los efectos, como si ya se hubiera marchado. Tampoco cenó mucho y también se pasó la noche en vela. Era como si en la pequeña distancia física que los separaba quisieran velarse en sus respectivas soledades.