Ese jueves amaneció como lo que era, un día de agosto de pleno verano. Hacía un bochorno terrible desde primera hora de la mañana. Alicia no tenía demasiada prisa por levantarse, pero al final, el calor la sacó de la cama.
Cuando bajó a desayunar coincidió con María y volvió a despedirse de ella, aunque ya lo hubiera hecho con toda solemnidad el día anterior. Pero esta fue una despedida más espontánea e informal. Se desearon buena suerte y se dieron un fuerte abrazo, aunque ambas eran conscientes de que aún volverían a coincidir antes de que Alicia se marchara de manera definitiva.
Después del desayuno, Alicia se dio un pausado y provechoso paseo por ese pueblecito que ya le tenía robado para siempre el corazón. Apenas había una o dos tiendas de artesanía local ya que no se trataba de un lugar turístico. Pero ella estaba empeñada en llevarse un recuerdo de allí y finalmente eligió una cerámica bastante rústica que le pareció que quedaría muy bien en una de las estanterías de su salón.
Regresó a la hora de la comida y después se puso a la tarea de hacer el equipaje, cosa que no le ocupó demasiado tiempo, ya que no llevaba nada más que lo estrictamente necesario. Luego se echó a descansar hasta que le pasaran el aviso de Alberto.
A eso de las cinco, más o menos, María la llamó para que bajara con el equipaje. Alberto había tenido la deferencia de traerle el coche en persona. Cogió su trolley y bajó al vestíbulo. Allí estaban los dos esperándola.
Se despidió nuevamente de María. Ya ni llevaba la cuenta de las veces que lo había hecho, y, aprovechando el momento de darle un beso en la mejilla le dijo, con disimulo, que no olvidara todo lo que le había comentado a cerca de Alberto. Las dos mujeres se fundieron en un abrazo tan largo que, este, con el semblante demasiado serio para lo habitual en él, interrumpió a propósito con una mal fingida tosecilla.
Cuando por fin las mujeres se separaron, este levantó el trolley en volandas, en lugar de arrastrarlo por el asa, y salió a la calle seguido por Alicia, lo cargó en el maletero del coche y luego ellos también se abrazaron durante bastante rato, hasta que Alberto, con el corazón a punto de estallarle en el pecho, se separó con brusquedad y le abrió la portezuela del coche para que entrara, cerrándola tras ella.
Alicia puso el coche en marcha y diciendo adiós con la mano a ambos se dirigió, sin prisa, hacia la carretera general. Sentía como le manaba cierta humedad de los ojos y pensó tontamente que deberían inventar limpiaparabrisas para estos, y esa ocurrencia tan absurda tuvo la virtud de hacerla reír también. De modo que reía y lloraba al mismo tiempo.
Se secó las lágrimas para que no le entorpecieran la visibilidad y se concentró por completo en la conducción. Una vez en la carretera, ya bastante más tranquila, se encontró sin saber adónde ir. No le apetecía nada volver a casa todavía y…, «¿por qué no?», pensó. Todavía le quedaba el fin de semana y podía ir a casa de Lola que se encontraba tan solo a unas pocas horas allí. Estaría bastante menos tiempo del previsto, pero podían pasarlo muy bien. Además, ahora sí que tenía un montón de novedades para contárselas a su amiga. Si salía el domingo después de la comida del mediodía podía llegar a casa a una hora prudencial, con tiempo suficiente de descansar, y volver el lunes a la peluquería. No lo pensó dos veces y se puso en camino.
Cuando llegó a su destino, el recibimiento de Lola fue espléndido. Nunca hubiera creído que Alicia tomara en serio su invitación, por lo que su visita la había sorprendido por completo. Alicia tampoco pudo avisarla porque sus normas al respecto eran muy claras, en su casa de la sierra, nada de teléfonos.
Conforme la vio aparecer, hizo grandes gestos de alegría y corrió a abrazarla con entusiasmo. Hacía unos tres meses que no se veían.
—¡Ah!, por fin te has decidido, ¡eh!, pillina, ¡qué alegría me has dado!
Alicia asintió con la cabeza, pues se encontraba demasiado emocionada para poder hablar. Lola la ayudó con el escueto equipaje y pasaron al interior de la casa, que no era demasiado grande, de apenas unos sesenta y cinco o setenta metros cuadrados.
Así, al primer golpe de vista, impresionó a Alicia, que nunca antes había estado allí, por su modesta belleza, que le daba un aire sereno y austero. Aun así resultaba bastante acogedora dentro de su sencillez, y en el ambiente se respiraba una candidez encantadora.
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