Más o menos, a la misma hora en que Alicia había partido de Fontina, salía Ignacio, montado en la grúa de Paco hacia allí.
Tenía la cabeza y el corazón revueltos y esas alturas ya no sabía demasiado bien si estaba haciendo lo correcto o estaba dando un nuevo traspié. Sus sentimientos rebullían en su interior como si su cabeza fuera una olla a presión presta a estallara en cualquier momento.
Tras tantos días de espera, su paciencia estaba al borde del agotamiento, y no sabía cómo podría encajar un nuevo fracaso en su, hasta ahora, infructuosa búsqueda. Estaba loco por llegar a Fontina y encontrarse con Alicia.
Todavía no había imaginado en su mente cómo iba a producirse dicho encuentro. De todas formas, creía que el solo hecho de llegar hasta ella, cuando parecía que se la había tragado la tierra, debía constituir una prueba irrefutable de su amor.
El trayecto, por esa carretera infernal y en la grúa, se le estaba haciendo eterno. Ignacio no veía el momento de alcanzar su particular tierra prometida, pero al fin, al filo de las seis y media, llegaron. Paco tuvo la amabilidad de dejar a Ignacio en la pensión y luego se dirigió al taller de Alberto.
Cuando Ignacio entró en el hostal, cargado con su pequeña bolsa de viaje y preguntando en el mostrador por Alicia Lamata, María no necesitó atar muchos cabos para darse cuenta de que tenía ante ella al mismísimo Ignacio Guerrero, culpable de todos los desaguisados que se habían ido sucediendo de forma paulatina a su alrededor en el espacio de tan solo unos pocos días.
Pese a todo, sintió cierta lástima por él, en lugar del resentimiento que cabía esperar. Vio que no era nada más que un muchacho desesperado por encontrar a su novia, de la que resultaba obvio que seguía enamorado, ya que de lo contrario, nunca habría sido capaz de seguirle la pista hasta allí.
Aunque era un joven bastante atractivo, moreno, con el pelo muy corto, alto y de complexión fuerte, se dio cuenta de que sus rasgos tenían grabada esa dureza que solo da el haber tenido una vida amarga. También sus ojos, de un color algo indefinido, aunque tirando a marrones, destilaban tristeza a raudales.
Sintió mucho tener que decirle que Alicia ya se había marchado esa misma tarde y que no le había dicho una palabra de adónde se dirigía. Además, le comentó que cuando Paco hacía un servicio a esas horas acostumbraba a hacer noche allí, para que se fuera haciendo a la idea de que a él, sin medio de locomoción, le tocaría hacer lo propio.
Tuvo que morderse la lengua para no contarle nada acerca del embarazo de Alicia, pero haciendo gala de la discreción que siempre la había caracterizado calló, aunque le quemara la boca, pensando con acierto, que ese era un asunto privado que tendrían que resolver ellos dos.
Ignacio se quedó descompuesto al saber que Alicia se había marchado poco antes de llegar él, y tardo un cierto tiempo en reaccionar. De todas formas, resignado ante una situación sobre la que no podía actuar, le rogó, con una serenidad que ni él mismo se la creía, que le diera la misma habitación que había ocupado ella, con la esperanza de encontrar algún rastro de ese aroma tan añorado.
A María, la petición de Ignacio le pareció razonable, e incluso, por qué no decirlo, casi anticuada de puro romántica, y no puso ningún impedimento sobre la misma. A su pesar, comenzaba a sentir cierta simpatía por él. ¡Qué pena que hubiera tardado tanto en llegar!
Como era todavía muy pronto para pensar en la cena o recluirse en la habitación, Ignacio se dedicó a explorar el lugar en el que se hallaba, el cual encontró infinitamente más interesante y atractivo que Valdetoro. Pensó, que en su obligado retiro, Alicia había corrido mucha mejor suerte que él, pero no se sintió contrariado sino que se alegró de forma sincera por ella.
Paseando sin rumbo fijo fue a parar a La Fuente del Sauce, no llegando a sospechar en ningún momento que ese lugar había sido mudo testigo de todos los pesares y alegrías por los que había pasado su amada mientras había permanecido en Fontina.
Regresó a la pensión al anochecer y tan solo las particulares circunstancias de aquel día evitaron que Alberto, que había terminado muy tarde en el taller y al que, además, todavía le pesaban los recuerdos de lo vivido allí la tarde anterior, no fuera ese día, de visita, a su lugar favorito.
Este echó el cierre y subió directo a su casa. Él y Paco tenían cierta amistad, aunque solo fuera coyuntural y relacionada con el trabajo, pero este último distaba mucho de sospechar que en esos pocos días que llevaban sin verse, Alberto se hubiera enamorado perdidamente de la novia del pasajero que había traído consigo. Por otra parte, era muy poco aficionado a los chascarrillos, de modo que no comentó nada a acerca de su improvisado acompañante. Fue una suerte para todos, porque de haberse enterado de que Ignacio andaba por allí, seguramente hubieran tenido algo más que palabras.
Ignacio y Paco cenaron temprano en la pensión y se fueron pronto a la cama, ya que afuera no había nada que hacer y al día siguiente debían emprender temprano el camino de regreso.
Una vez en la habitación, Ignacio comenzó a husmear cada rincón como si fuera un lobo en celo, buscando el rastro de su hembra perdida. Pero lo cierto es que la habitación estaba inmaculada y en su olor neutro no fue capaz de reconocer ningún vestigio de Alicia. Después, presa de una terrible desazón consiguió dormir algo a duras penas.
A la mañana siguiente se levantó a la hora convenida con Paco, tomaron un frugal desayuno y emprendieron el regreso a Valdetoro que le resultó tan penoso o más que la ida, pues ahora sus esperanzas se habían esfumado por completo.
Cuando hubieron vuelto, Ignacio pensó que no sería capaz de soportar otro día más, con su noche correspondiente en Valdetoro, pero no le quedaba otra. Por pura inercia volvió a coger la misma habitación en la que se había alojado durante toda la semana y se le levantó un poco el ánimo, pensando que por fin, al día siguiente retornaría a su casa.
Volvió a hacer lo mismo que había hecho todos los días que había estado recluido en ese inhóspito pueblo, caminar hasta reventarse los pies y tomar alguna que otra caña en algún antro miserable, tan frecuentes por ahí. Se acostó pronto, pensando en que tendría que madrugar para coger el tren y durmió con cierto alivio, pensando que ese maldito pueblo al que tanto había llegado a aborrecer, quedaría para siempre sepultado en el lugar de los recuerdos desgraciados.
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