El sábado, Alicia y Lola tampoco madrugaron mucho. Llevaban dos noches sin apenas dormir porque habían tenido mucho que contarse. Ahora ya estaban al corriente de sus vidas respectivas.

Alicia se encontraba muy a gusto en casa de su amiga pero pensó que si se marchaba el domingo llegaría a casa con el tiempo demasiado justo. Apenas podría descansar del viaje antes de volver al trabajo. Por ese motivo cambió sus planes otra vez, y esa misma tarde, nada más comer, y tras una cariñosa despedida de su amiga emprendió el regreso.

El trayecto era algo largo, pero si sus cálculos no le fallaban a eso de las dos de la madrugada podía encontrarse en casa y dormir con placidez en su cama. Todavía le quedaría un día entero para reponer fuerzas antes de abrir el lunes la peluquería. Así que, si más dilación, comenzó el mismo viaje que había iniciado hacía algunos días, pero en sentido inverso. Parecía que hacía años que había salido de su casa. Al cabo de unas tres horas, más o menos, se encontró con el cartel que indicaba el desvío a Fontina. Una oleada de nostalgia la embargó por completo y tuvo que someter con gran esfuerzo a su voluntad para no tomarlo y continuar rumbo a su casa.

Había muchos kilómetros que recorrer y Alicia no estaba acostumbrada a conducir tantas horas seguidas, así que tuvo que hacer varias paradas a lo largo del trayecto. Además tenía que ir picoteando constantemente algo: caramelos, chicles, algún bollo, porque si no, su estómago, que todavía no se había reconciliado del todo con su nuevo estado, protestaba y le entraban nauseas con cierta frecuencia.

Todo ello hizo que su llegada se retrasara más de lo previsto, algo pasadas las tres de la madrugada, Alicia llegó por fin a su apartamento. Su estado de ánimo ya no estaba, ni mucho menos, tan abatido.

Ahora que regresaba a casa comenzaba a olvidar la terrible apatía y desesperanza que había llegado a sentir en determinados momentos no tan lejanos. La negrura, que hasta hacía tan poco parecía cubrir su existencia por completo, dejaba paso a una nueva etapa colmada  por una nueva ilusión, la de ser madre.

Comprendía que la vida, tal como la había vivido hasta ahora tocaba a su fin. De repente, se había convertido en una persona adulta, con responsabilidades mucho más trascendentales que la de su propia existencia. Había aceptado de forma insoslayable el reto de traer un hijo al mundo y comprendía que esa decisión iba a producir cambios notables en su vida.

Se dio cuenta, por primera vez en cierto tiempo, de que ya no sentía ninguna animadversión hacia Ignacio. Hasta era capaz de reconocer que con él había sido muy feliz. Era muy posible que todavía lo amase, pero la había abandonado y debía enfrentarse a ello. Sabía que le costaría, lo añoraría mucho, pero las cosas se habían dado así, parecía que era ya algo sin remedio.