Abrió con la llave, sin encender la luz, y fue directa a recostarse en el sofá. Se quería conceder unos minutos antes de enfrentarse al cúmulo de recuerdos que sin duda le traería la alcoba, que a partir de ahora ya no compartirían.

De repente, sucedió lo inesperado. Tropezó con las piernas de Ignacio. Este las hizo retroceder sobresaltado, ya que en ese momento dormía a pierna suelta. Ella también se asustó, pensando que tenía un extraño metido en su casa y quiso gritar pidiendo auxilio, pero su garganta paralizada por el miedo no la obedeció.

Estalló un momento de tremenda confusión, con ruidos de objetos cayendo por doquier y sintió, llena de temor, que alguien se movía con soltura por su salón. Pero al fin, se hizo la luz —Ignacio, a pesar del caos reinante, consiguió encenderla—, y entonces, sus miradas se encontraron en medio del terrible desorden que ellos mismos, en su aturdimiento, habían  provocado.

Es difícil precisar lo que sintieron.

—¡Maldito seas!, ¡qué susto me has dado! —le dijo Alicia en un tono bastante menos airado de lo que sus palabras indicaban. Lo cierto es que se alegraba muchísimo de que estuviera allí.

—Perdona, Alicia, no pretendía asustarte —contestó él, con tono suplicante, a fin de hacerse perdonar  su torpeza, aunque no cabía en sí de gozo, al ver, también, que Alicia había regresado.

De pronto, ya no existía ningún resquicio de resentimiento entre ambos. Esos pocos días que habían pasado separados les habían bastado para comprender lo mucho que se amaban, que se necesitaban, que no podían estar el uno sin el otro.

Se estuvieron mirando a los ojos durante mucho rato, como si el tiempo se hubiera detenido en el momento de su reencuentro. Después de esa mirada tan tierna, Ignacio, cediendo a un impulso,  agarró a Alicia por la cintura y la atrajo hacia sí, en un abrazo lleno de deseo y ternura.

Ella se dejó llevar  y se sintió invadida por un sentimiento de serenidad y confianza que anuló todas sus defensas y la hizo olvidar todos los rencores que hasta hacía tan poco anidaban en su corazón. Fue, de nuevo, la primera en hablar.

—Parece que al fin has vuelto.

—Tú también —repuso él. Una sonrisa, apenas disimulada, perfilaba sus finos labios.

—Sí, pero tú te marchaste primero —terció Alicia, insistente.

—Te he buscado sin descanso durante toda esta semana, ¡qué imbécil soy! Me pasé casi todo el tiempo en Valdetoro  y para cuando llegué a Fontina te habías vuelto a marchar   —continuó, ya con la tensión inicial aflojada, al ver que la situación se iba volviendo cada vez más favorable a sus intereses.

Un sollozo de felicidad se le escapó de forma involuntaria de la garganta y lo fue a ahogar sobre el hombro de ella. Siguió diciendo:

—Creí que me iba a volver loco por no encontrarte. Menos mal que has vuelto, así podré decirte todo lo que querías saber —en ese momento, se dispuso a confesarle todas sus culpas, una por una.

»En realidad mi gran error fue marcharme sin darte ninguna explicación. Bueno…, mi segundo gran error —añadió—, el primero fue olvidar lo mucho que te quiero.

Alicia le miró fijamente a los ojos y le dijo:

—Yo también te quiero, pero han pasado cosas… —en ese momento le dedicó a Alberto un sentimiento de nostalgia, pero era una añoranza ya lejana, como si todo hubiera ocurrido mucho tiempo atrás, en otra vida, quizá. Su único y verdadero amor lo tenía enfrente y bien asido para que no se le volviera a escapar.

»Lo cierto, es que no vuelvo sola…, hay otra persona… —Ignacio, por un momento, puso cara de susto ya que no comprendía lo que Alicia trataba de decirle.

Mientras, ella se acarició el vientre, todavía plano, que no dejaba traslucir el milagro de la vida que escondía.

—Sé que tú nunca has querido tener hijos, pero… —ahora, los ojos de Ignacio se iluminaron.

—¡Calla…!, no digas más. ¡Tú no sabes…!, yo…, yo tenía mis razones, pero ahora veo lo absurdas que eran. Es…, es maravilloso, una gran noticia. Me hará muy  feliz ser su padre, ¿si es que todavía quieres seguir conmigo…?

Ella se tomó unos segundos para contestar. Cuando al fin lo hizo, su voz era un hilillo apenas audible debido a la emoción del momento, pero aún así sonó firme.

—¿Sabes…?, cuando venía de regreso a casa pensaba que nunca volvería a verte. Creí  que me habías abandonado. Pero, ahora que te he vuelto a encontrar…

Tras una breve pausa, prosiguió hablando.

—¡Me parece tan absurdo todo lo que nos ha pasado!, ¡creo que la luna nos ha trastornado! Olvidemos estos días pasados…, ¡han sido una auténtica pesadilla!

—Y ¿qué hay de…?, ¡ya sabes…! —dijo  Ignacio titubeante y con cierta preocupación, refiriéndose al origen inicial de sus desavenencias.

—¡Ya te lo he dicho!, ¡olvidémoslo todo!, ¡todo!, ¡vivamos como antes!, ¡tengamos a nuestro hijo…! —repuso ella, sintiéndose también algo culpable por su breve aventura con Alberto.

Se apretó contra él un poco más y continuó susurrándole casi al oído:

—Nos merecemos ser felices, tú también te mereces ser feliz. ¿Crees que no lo sé…? Emilio hace mucho que me lo contó todo…

Alicia ya no pudo reprimir más sus emociones y lloraba de forma queda por todo lo que les había pasado en las últimas semanas, pero sobre todo lloraba por la infancia que le había sido hurtada a Ignacio.

Entonces, sin dejar de pensar en ello habló de nuevo.

—Pobrecito, nunca has tenido una familia como Dios manda, pero ahora ya la tienes, somos, ¡seremos nosotros…!

Mientras decía esta última frase, Alicia cogió la mano de Ignacio y la posó sobre su vientre. Le miraba a los ojos y vio como su mirada se empañaba mientras trataba de contener unas lágrimas de emoción que este, al fin, dejó que fluyeran con libertad. Pero esas lágrimas le sabían muy diferente de tantas otras que había derramado a lo largo de su vida, no eran tristes, no ardían; por el contrario sabían a dulzura, esperanza y felicidad, estados de ánimo con los que había estado muy poco familiarizado hasta hacía tan poco tiempo; se demoró un buen rato en saborearlas ya que representaban un buen presagio para el futuro.

—¡Te amo! —fue capaz de expresar al fin Ignacio, con la voz rota por la emoción.

A continuación, la abrazó con una ternura infinita. En ese momento, sorteando las nubes que cubrían el cielo de la noche apareció por la ventana una luna grande, redonda y roja que los iluminó a los dos con su luz fría y pálida. Era la luna de agosto.