Lo reconozco todo, pero a la vez, todo resulta confuso. Las paredes están retorcidas y el suelo es irregular. Todo el ambiente resulta opresivo y hostil, pero yo me siento extrañamente segura. Veo gente a la que no tengo ningún problema en identificar, aunque guardan escaso parecido con su aspecto real. Sin embargo, un desconocido me toma del brazo para ayudarme a cruzar por un tramo campo a través, aunque estamos dentro de un edificio de cemento —y solo cemento— que conozco muy bien: se trata de mi oficina. No sé cómo he llegado hasta allí, ya que estoy de vacaciones en el extranjero, lejos de todo esto.
—¿Tú eres nuevo, no? —pregunto curiosa.
—Sí. Estoy por tu compañera, la que echaron la semana pasada.
—¿Cómo? ¿Por qué? —No me esperaba algo así. Esa respuesta me desconcierta.
—Resultaba poco eficiente. —Tiene una sonrisa en la boca, pero sus palabras me resultan devastadoras—. Por eso me escogieron a mí.
Dirijo mi mirada hacia mi otra compañera y leo en sus ojos una expresión de terror que me indica que de alguna manera su puesto también puede estar en peligro. Por si con su semblante no bastara, se agarra el vientre como si quisiera protegerse de algún peligro inminente que yo no puedo percibir. Su lenguaje corporal es el de una mujer aterrorizada. Está encogida y apenas levanta los ojos del suelo. Cuando ve que la estoy mirando con tanta fijeza, simplemente se encoge de hombros resignada y yo traduzco ese gesto en mi cabeza por «las cosas son como son, no se puede hacer nada». De repente un sudor frío empapa mi cuerpo. Por primera vez tengo la certeza de que mi empleo también puede peligrar. Entonces me despierto y comprendo que tan solo ha sido una pesadilla. Pero me queda un regusto amargo. ¿Es posible que me despidan? La pregunta se queda revoloteando en mi cabeza. Aún me queda una semana de vacaciones. Sin embargo, nunca he estado tan ansiosa por volver al trabajo.

[inbound_forms id=”2084″ name=”Apúntate al taller de novela y relatos online”]