No conseguía dormirme. Los gemidos, jadeos y gritos sincopados de la  vecina del piso de arriba se escuchaban con increíble nitidez, casi como si la tuviera entre mis sábanas. No cabía confusión, ella estaba en plena actividad sexual. Tampoco era la primera vez que  la escuchaba. Últimamente, cada noche.

Los golpes de su cama contra el suelo -mi techo- se iban acelerando. Mientras tanto, mi colchón parecía una ola que me arrastrara  de un lado a otro igual que a un pelele. Cerraba los ojos y el cerebro no paraba de mostrarme el cuerpo de mi vecina desnudo, con los ojos echando fuego y sus brazos pareciendo tentáculos que me retuvieran. 

Yo estaba muy excitado, no sé si más con lo que escuchaba o con lo que imaginaba. Como las noches anteriores, empecé a tocarme pero no se trataba de una fantasía más, el oído no me engañaba. Tener la certeza de cuanto ocurría en el piso de arriba y saber, a la vez, que pretendía algo imposible de tener conmigo en ese instante, convertía cada segundo que pasaba en una tortura.

Sus grititos finales, el orgasmo que yo imaginaba tan interminable como húmedo, coincidió con el mío. Estaba sudoroso, me faltaba el aliento y tuve que hacer un gran esfuerzo para  encender la luz de la mesilla, incorporarme y saltar fuera de la cama. 

Fui hasta la ventana, necesitaba refrescarme, y la abrí para que el viento frío de la madrugada tranquilizara mis latidos, para poder llenar mis pulmones del aire que le faltaban. Si no lo hacía así, pasaría la mitad de la noche en vela. Ya me había ocurrido, y ni  ansiolíticos ni somníferos lo habían solucionado.

Dormí a trompicones, inquieto y envuelto en pesadillas. Nada distinto de lo que había ocurrido otras veces tras haber escuchado los orgasmos de aquella mujer. Nada más despertarme, pensé que la rutina matinal de ducha y café conseguirían hacerme olvidar algo la agitada noche pasada. Sin embargo,  hacer siempre lo mismo, pareciendo que tenemos el tiempo medido de antemano,  me  llevó a revivir mis pesadillas al salir de casa e ir a entrar en el ascensor. Con la misma puntualidad que yo empleaba en cada uno de mis hábitos matinales, la vecina del piso de arriba una vez más estaba dentro cuando las puertas se abrieron. 

Mi buenos  días sonó tembloroso. No era extraño, la mujer que tenía frente a mí desprendía un perfume intenso a madera de sándalo y la atmósfera del pequeño habitáculo se adivinaba impregnada de feromonas.  Correspondió a mi saludo con su acostumbrado hola lento y grave, cargado de sensualidad, el mejor soplido para que las brasas del fuego en el que me consumía, se avivará. Según entraba al fondo del ascensor dejé que mis ojos disfrutaran de sus labios rojos, un fuego en el que ardería de buena gana, de sus pechos a punto de hacer saltar los botones de la blusa, y, ya con mi vecina dándome la espalda, de sus caderas y nalgas, que me parecieron barro para ser amasado entre mis manos.

Menos mal que el trayecto era muy breve. Con un hasta luego igual de grave y cadencioso que su saludo, la mujer aquella salía siempre por la planta de calle y yo continuaba bajando hasta el garaje situado en el sótano del impersonal edificio de apartamentos de alquiler donde vivíamos. 

Durante la jornada laboral, tenía un aburrido trabajo visando expedientes de vados en el ayuntamiento, me esforcé por ir echando paletadas de olvido a cada ardiente imagen de la vecina que me venía a la mente. 

Hasta el momento de regresar a casa necesitaba ocupar mi cabeza en otras cosas y me ofrecí voluntario a cubrir el horario de tarde. Fui el último de mis compañeros en levantarme de la mesa, ya no quedaba nadie cuando salí del trabajo. Empezaba a anochecer. Había logrado estar cansado y, aunque se me pasó por la cabeza comprar unos tapones para los oídos, tracé un plan para no volver a escuchar los cantos de sirena en celo de cada medianoche.  Compraría algo de comida ligera para cenar, lechuga y unos tomates, vería las noticias en la tele y, a continuación, leería una novela, llevaba tiempo que había abandonado ese placer por otros que me estaban desquiciando. Cuando mis párpados apenas consiguieran permanecer abiertos, seguro que ese momento llegaría mucho antes de que hasta mi  dormitorio se filtrara el desenfreno de la vecina, la cama me recibiría con los brazos abiertos. Una vez dormido no me despertaba ni un terremoto. 

Me pareció que era un plan perfecto. 

Todo estaba saliendo como había pensado. A trompicones, fui a lavarme los dientes antes de poner la cabeza en la almohada. Casi no podía abrir los ojos mientras me cepillaba en el momento que, a través del conducto de ventilación del cuarto de baño anexo a mi dormitorio, comencé a escuchar lo que me pareció una respiración agitada. Enseguida llegaron pequeños chillidos seguidos por varias palabras entre las que distinguí: ‘así’ ‘más deprisa’ ‘eres único’…  Me había espabilado y maldecía al comprender que mi plan no debía de ser tan bueno cuando en ese instante los ruidos dejaron de escucharse de golpe. 

Di dos pasos hasta el dormitorio pero allí el silencio era total. Fui hasta el salón y la cocina, siendo únicamente capaz de oír mis propios pasos. Solo me faltó subirme a una banqueta para intentar pegar la oreja al  techo. He de confesar que sentía al mismo tiempo una alegría tremenda mezclada con frustración e intriga. Lo mejor que podía hacer era acostarme, taparme la cabeza con la manta  y dormir de una vez.

Como había dejado a medias la higiene bucal, me fui a enjuagar cuando el timbre de la puerta me sobresaltó. ¿Quién sería a estas horas? 

Por la mirilla, que en las viviendas de alquiler son más decorativas que prácticas, sólo fui capaz de distinguir a una persona con el brazo extendido. Imposible saber si era mujer o hombre ni si lo que llevaba encima era un abrigo o una bata. Puse la cadenita y entreabrí la puerta. Lo primero que vi fue que esa persona había adelantado la mano y, sobre la palma , tenía dos pilas pequeñas. El cálido ‘hola’ con el que me saludó, y al que añadió: ‘ ¿no tendrás unas baterías iguales a estas sin usar?’, me sacaron de dudas de quién era y qué quería.


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