Estaba enfrascada en la lectura. Era su “deporte” favorito como le decía su amiga. En aquel momento estaba leyendo el “Tratado de filosofía casera para una generación obtusa” un libro muy especial de Enrique Brossa. Estaba tan absorta en tan sabias palabras, que no había notado su presencia hasta que le puso un margarita delante de ella. Su amiga viendo que ni se inmutaba mojó los dedos en su copa y le salpicó la cara. Se relamió la parte que había caído sobre sus labios y solo entonces pudo despegar los ojos de aquel interesante tratado.

—¿Qué haces? Estás loca.

Se la quedó mirando con ojos soñadores. Pensar que hacía apenas un tiempo ni siquiera sabía que había un cóctel llamado como las flores que tanto le gustaban. Rió ante su ocurrencia.

—Levántate que nos vamos.

—No, estoy a gusto aquí. Gracias por la bebida, me consientes demasiado.

—Pero quiero llevarte a cenar. ¿Te he dicho ya hoy lo guapa que eres?

—Solo doscientas cincuenta y cuatro veces, pero no me importa que lo digas una vez más.

Se la quedó mirando con aquellos hoyuelos que se le formaban cuando sonreía. Ana se sentía feliz solo por el hecho de que ella lo fuera. ¿Cabía tanta felicidad? Desde luego que sí.

Natalia era una mujer encantadora a pesar de haber tenido una vida muy dura. Su infancia había estado marcada por los abusos, quizá por eso odiaba de aquella forma a los hombres. Desde su más tierna infancia los hombres se habían aprovechado de ella. El primero su tío. El muy desgraciado hacía creer a todo el mundo que la adoraba. La llevaba de excursión. Le compraba regalos… pero todo eso tenía un precio. Un precio que ella no sabía que no debía pagar. Según el tío Pedro todas las niñas de su edad tenían un tío Pedro que les hacía regalos y las llevaba de excursión a la casa de la playa sobre todo en invierno. A su corta edad solo sabía que tenía que obedecer a su tío como le decían papá y mamá. Cuando les dijo que el tío le hacía daño, nadie la creyó. Pedro era un poco bruto, pero ¿hacerle daño a Nati? Imposible dijeron sus padres al unísono.

El tiempo fue pasando y por fin el tío Pedro se encaprichó de su prima menor. Sus padres se molestaron con ella, era tan desconsiderada, tanto quejarse del tío, este había optado por trasladar sus favores a Inma, su prima pequeña. Por culpa de la mocosa, ¡otro verano a la porra!, se quejaron a su vez los padres de Natalia. Ellos que se veían pasando unas vacaciones de lujo a costa del tío se enfadaron mucho.

Para Natalia fue una liberación. Le daba pena su prima, pero por mucho que había intentado avisar siguieron sin hacerle caso.

Llegó el tiempo de empezar a trabajar, sus padres la obligaron a entrar en la empresa familiar. La empresa de su odiado tío, pero era mujer, así que no podía decir que no. Tenía que obedecer. Allí siguió el acoso. Esta vez no era un acoso sexual, sino laboral. Su tío para castigarla por haber hablado con sus padres sobre los “juegos” a los que la sometía, aunque nunca la creyeron, aquello lo enfureció. Le había designado para empezar ordenar el almacén. El encargado era tan cruel como su tío. O tenía instrucciones de él. En cuanto entraba en el almacén cerraba con llave y ni al lavabo la dejaba ir. Aquello era tenebroso. El lugar era húmedo y oscuro. Hasta notaba que le costaba respirar en aquella habitación sin aire ni ventanas y abarrotada de legajos cargados de polvo. Aquel verano la ola de calor hizo subir la temperatura considerablemente por encima de la media. Aquello más que un almacén parecía una sauna. Aguantó como una jabata hasta que decidió casarse y salir de la tutela de sus padres.

En el trayecto al trabajo conoció a un joven que la invitó unas cuantas veces a un refresco. Siempre se negaba, le tenía pánico a lo que podían decir en su casa. Esteban parecía diferente. Era cariñoso y detallista con ella, hasta que se casaron.

En cuanto volvieron del viaje de novios empezó a ver el verdadero carácter de su marido. Ahora viendo su vida en perspectiva se daba cuenta cuánto había cambiado el mundo en aquel tiempo. Entonces las mujeres no podían quejarse. Había que obedecer al padre. Hasta para ir a la playa necesitaba su aprobación. Así que salió de Málaga para meterse en Malagón. Su marido resultó ser un celoso patológico. Todo le molestaba. Se quejaba que coqueteaba con todos los hombres. Para evitar los celos optó incluso por vestir de hombre. Cambió los vaporosos vestidos por pantalones sosos y sin gracia. Los peinados cardados y favorecedores por un corte de pelo a lo garçon. Ni con esas su marido estaba contento. Empezó a golpearla, primero por atrevida, como decía él, luego por esperpento. El caso era que siempre encontraba motivo para un bofetón.

Hasta que dijo basta. Había tomado una decisión. Ella no merecía todo aquello. Un día después de pensarlo mucho salió de casa y no volvió. No sabía si la echaría de menos, pero tampoco le importaba. Dijo adiós a aquella vida que tantos sinsabores le había acarreado. Entonces conoció a Ana y entró en el paraíso. Ana la mimaba. Ana la consentía. No sabía cómo lo hacía, pero con solo pensarlo sus deseos eran satisfechos. Le había crecido el pelo. Volvía a vestir de señorita. Le gustaban sus faldas evasé y los drapeados de sus blusas. Las modas habían cambiado tanto en aquel tiempo. Ahora las jóvenes llevaban la tripa al aire, impensable en su época y menos con su padre. Llevaban los pelos de colores, reían y cantaban por la calle. Eran felices y eso la hacía feliz a ella. La primera vez que Ana la llevó a la playa parecía una niña pequeña. Nunca la habían dejado meter en el agua nada más que los pies. Así que jugar con las olas la hacía reír con una inocencia casi infantil. Desde luego aquella había sido la mejor decisión que había tomado en su vida. Al principio fue doloroso, pero ya no. Una vez que pasó el dolor, todo fue liberación. Entonces encontró a su ángel de la guarda. Eso era Ana para ella, su ángel. Al principio tuvo miedo. No quería que le volviese a pasar, no podía confiar en nadie. Cuando Pablo le dijo que allí nadie le haría daño no se lo podía creer, pero así era. Había perdido la noción del tiempo. No sabía si llevaba allí días, meses o años, lo único que sabía era que no se iría nunca de allí.

—¡Venga! He dicho que nos vamos. ¿Dónde estabas?

—Estoy tan a gusto que no me quiero mover. Se respira tanta paz.

—Pues claro, estamos en el paraíso, ya lo sabes.

—Desde luego que sí, esto es el cielo.

—Te lo ganaste en vida. Ni siquiera has tenido que pasar por el purgatorio. Disfruta de la eternidad, querida Natalia, te lo ganaste. Aunque hiciste enfadar un poco a Dios, tu suicidio fue demasiado dramático. ¡Mira que tirarte al tren!

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