La secrecía era un signo que místicamente trascendía generaciones, además de asunto de honor inviolable, se había instalado como un sincretismo que se debatía entre la honorabilidad de las costumbres religiosas herméticas, y los hábitos laicos infundados como libres de prejuicios, fundiéndose en una moral injuzgable implícitamente salvaguardada, cuando de secretos se trataba. La convocatoria a participar en un evento imperdible de simbiosis atípica, era la pantalla perfecta. Amén de las expectativas. Los convocados sabían según la tradición, que el cotejo cobraba más sentido, cuando la palabra franca y sin turbiedades era la protagonista en la estrategia de conquista. La aceptación alentadora valía tanto como la propuesta vivificante. Las ropas ad hoc, importadas desde una mística villa, en paquetes inviolables redondeaban el misterio, no podían denunciar a sus portadores, que después de pasar por un laberinto salían vestidos salvaguardando su identidad. El misterioso carnaval, calladamente esperado, desbordaba alegría, tradiciones, alegorías festivas, cuajaba planes impensables; y, encuentros clandestinos. El deseo soterrado, los cielos dispuestos, los volcanes contenidos y latentes bullían como orgasmos por la médula espinal y no esperarían más para explotar. Prevalecía un mito que decía; que dar el sí al proponente, sin violar la secrecía con preguntas imprudentes que desvelaran la identidad, te deparaba la experiencia más inolvidable, que posteriormente se convertiría en leyenda. Los trucos y ardides para descubrir la contraparte eran parte del mito que aseguraba una vida de infelicidad sexual. Y nadie quería correr riesgos. El vértigo erótico que habilidosamente se escondía bajo máscaras inexpugnables. Era la oportunidad propicia para declarar el deseo y el fuego memorables. Sin lastres crecía el delirio en la intimidad, y las emociones desbocaban las fantasías. Aceptar al opuesto bajo el misterio y el atrevimiento sin pudor era una temeridad que rebasaba la alevosía. Los enmascarados sabían que su condición de anónimos les confería la secrecía de los arrebatos más atrevidos, sin nada que perder, despojados de la hiel, era carta que se podía jugar con todas las ventajas y variantes posibles. Sólo quedaba el saber; si los amantes ocultos serían capaces de esperar hasta el siguiente año, para refrendar sus fantasías en búsqueda de una vivencia irrepetible, o en los lenguajes de la piel llevarían la huella delatora de la caricia inédita, que entrañable se sabe imán y confidente de provincias íntimas y ciertas. Y podría sucederse cuantas veces fueran capaces los anónimos de salvaguardar sus secretos, y trascender los carnavales.

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