Cuando llegó aquel hombre rodeado de moscas, tocado con un sombrero mugriento y portando una espada que, al caminar, chocaba contra los adoquines del suelo, todas las miradas de los allí congregados se desviaron hacía él. Luego se miraron entre ellos, algunos se encogieron de hombros, otros elogiaron la gran imaginación del recién llegado y la gran mayoría brindó por la diversidad.
La anfitriona, sorprendida, pensó que se trataba de un invitado del esposo, que lucía un pomposo atuendo homenajeando al emperador Carlomagno; el marido creyó, divertido, que era un convidado de su excéntrica esposa, que había elegido para la ocasión una copia zafia y demasiado ajustada del vestido blanco de diamantes que llevó María Antonieta en su boda con el futuro rey de Francia. Más de uno estuvo tentado de acercarse al andrajoso para interesarse por el personaje que interpretaba, pero el enjambre de moscardones que le circundaba incansable haciales cambiar de opinión y se limitaban a colocarle, de vez en cuando, una copa de champaña entre los pringosos dedos con refinado disimulo.
Bordeaba la fiesta la media noche cuando la esposa sintiose ligeramente mareada y tuvieron que sentarla junto a la ventana para que tomara un poco de aire fresco. Como no se le pasaba el mareo y su tez cada vez se hallaba más lívida el esposo preocupado preguntó en voz alta si, por casualidad, se encontraba algún médico en la sala. Bonaparte miró a la mujer morena de Julio Romero, esta miró a Aníbal con el que había bailado toda la noche pero este encogiéndose de hombros dijo ser corredor de bolsa y miró al hombre que tenía a su lado, que iba disfrazado de jorobado, pero el giboso también se encogió de hombros y dijo que era actor y que interpretaba al duque de Bomarzo.
—Yo soy médico —dijo el tipo andrajoso acercándose a la anfitriona—. Esta mujer se halla justamente en la antesala de un ataque epiléptico. Para abortarlo necesitaré algunos ingredientes que ustedes me proveerán con la mayor rapidez, si tienen en estima a la reina consorte de Francia.
—¿Y cuáles son esos ingredientes? —preguntó Bonaparte—. Hay una farmacia aquí al lado.
—Mercurio, sal y orina, con eso me bastará para frenar las convulsiones –dijo tomándole el pulso.
—¿Quién diablos es usted? —bramó el marido de la anfitriona apartándolo de su lado de un empujón—. ¡Un chalado sin duda! Lárguese ahora mismo o llamo a la policía.
—¿Un chalado? ¿Yo? —gruñó el hombre de las moscas desenvainando la espada—. Sepa usted, monigote miserable, que yo he curado la sífilis de tres reyes. ¡Soy el gran Paracelso! Y ahora bájese los pantalones y orine, o le rebano el pescuezo.