El maestro, vestido ese día de Reina para Cortar Cabezas (peluca blanca altísima, maquillaje exagerado y un gran vestido asedado y bordado con flores hasta los pies, cubiertos por unos botines plateados), intentaba que los alumnos, que se encontraban en la semana de la fruta y, por tanto, muchos de ellos permanecían de pie sin poder sentarse, embutidos en sus mullidos rellenos para llegar a parecer manzanas, naranjas, peras, sandías, melones o, incluso, rambutanes, comprendieran el protocolo que hacía que los diputados y senadores fueran a sus escaños vestidos con ropas que no simbolizaban o recreaban nada ni a nadie, salvo a ellos mismos, que les hacía ser reconocibles, sin máscara, aunque en cuanto salían de sus horas de trabajo, se disfrazaban como todo el mundo sin que nadie pudiera reconocerlos ya cuando acudían a cualquier actividad privada.

En esos momentos el Congreso del Disfraz estaba debatiendo la Ley del Deporte sin Máscara, que pretendía facilitar la práctica del mismo a través de la no utilización de ningún disfraz para hacerlo. Una parte del espectro ideológico de los diputados defendía un uniforme cómodo y discreto para su práctica y otra quería la implantación del desnudo para la misma. El debate era enconado y el maestro no sabía cómo explicar la situación a sus alumnos, que fueron niños y comenzaban a asomarse a la juventud, sin que cuestionaran el único artículo de la Constitución del país, aquel famoso y repetido en fachadas oficiales, monedas y celebraciones: “sin disfraz no hay ley”.

Y ocurrió lo peor para el maestro. Un adolescente que asomaba con dificultad la chispa de sus rasgos entre unas enormes uvas color pistacho planteó la cuestión prohibida por la Ley Orgánica del Antifaz: ¿no nos iría mejor a todos provocando un salto evolutivo del país hacia la implantación de la Cuaresma, previa modificación de la Constitución?