¡Vaya por Dios! Se me tenía que estropear el coche precisamente hoy y a estas horas. Estoy en medio de la nada. Miro a mi alrededor, pero lo único que se puede entrever en la espesa bruma que cubre la noche, es un páramo. No conozco el sitio. Vengo de una fiesta de disfraces. Me asusta la oscuridad. Estoy cansada y lo único que me apetece es meterme en mi cama, aunque parece ser que de momento no va a ser posible.

Sentada dentro del coche busco en el bolso mi móvil. No sé qué narices le habrá pasado al coche. No entiendo de mecánica, pero deduzco que ha de ser algo eléctrico, puesto que se han apagado las luces y no hace ningún tipo de contacto. Para postre el móvil no tiene cobertura. No sé qué hacer. No quiero caer en el pesimismo, muy propio de mí, así que por una vez debo ser valiente y encontrar una solución, que seguro la hay, intento convencerme a mí misma sin demasiado éxito.

Bajo del auto y enciendo la linterna del móvil. Con la niebla no se ve nada. Ha estado lloviendo y la negrura del cielo no parece nada amigable. Por aquí no parece haber pasado nadie desde hace mucho tiempo ¿Dónde me he metido? Empiezo a caminar hacia ninguna parte a ver si veo algo o alguien que me pueda prestar un teléfono. Aquello es un lodazal. Los altos tacones se me clavan en la tierra húmeda dificultando mi caminar. Tengo frío. El disfraz no cubre demasiado, así que me envuelvo en la capa de caperucita y hasta me pongo la capucha. Me veo ridícula, pero mejor eso que coger una pulmonía.

La linterna empieza a fallar, ha consumido toda la batería y apenas alumbra nada. Me ha parecido escuchar unos pasos. No puede ser, aquello es todo barro. Mi imaginación ya empieza a jugármela. Con las manos extendidas para no tropezar tengo miedo de seguir, pero lo hago. Los pasos se apagan detrás de mí. Apenas distingo nada a medio metro entre la oscuridad y la niebla. Camino y camino aguzando el oído. No parece tener fin aquel camino de bueyes sembrado de charcos. Los pies me duelen, no estoy acostumbrada a caminar tanto con aquellos tacones, pero era una caperucita muy sexy y tocaba. Cómo dice mi madre siempre: para presumir hay que sufrir y aunque fui a la fiesta un poco a la fuerza he de reconocer que me divertí bastante. El lobo feroz que me tocó como pareja se ha portado como todo un caballero y hasta me ha acompañado al coche, muy galante él.

Después de caminar no sé cuanto tiempo. He perdido la noción del tiempo. Llego a una ¿casa? Bueno, lo más parecido. No parece estar habitada. Se cae a pedazos. Llamo a ver si por casualidad hay alguien que me deje hacer una llamada para que venga una grúa a rescatarme. Estoy notando el peso del cansancio, las piernas se me doblan. Después de esperar lo que me pareció un siglo y estoy a punto de dar media vuelta, se enciende una luz titilante, una vela. Seguramente la tormenta había causado un apagón. Menuda suerte la mía. Se abre la puerta y aparece mi lobo feroz, el de la fiesta, que sigue llevando el disfraz puesto. Sonrío. A lo mejor mi suerte no es tan mala al fin y al cabo. Por fin un humano.

—Buenas noches, Caperucita.

—Buenas noches —contesto aliviada.

Le explico mi problema y me pide que pase. Se excusa por no poder dejarme hacer esa llamada. A causa de la tormenta no hay electricidad. Me invita a pasar y me ofrece algo caliente. Acepto.

—Puedes esperar aquí hasta que vuelva la luz.

—Gracias, eres muy amable.

—¿Tú crees? —me dice sonriendo y mirándome con ojos felinos.

—No quiero causarte ninguna molestia, tengo el coche por aquí cerca, puedo esperar allí.

—Este lobo está muy solo, para mí es un alivio tener a una Caperucita, tan bonita como tú, en casa. Tienes unos ojos muy hermosos.

Algo en ese comentario me hace estremecer. Me explica que vive allí en mitad de la nada y que siempre era bienvenida una visita. Tienes una boca para ser besada, me dice de pronto. Aquello me sonaba al cuento, pero al revés, ¿no es Caperucita la que le dice esas cosas al lobo? Lo cierto es que tiene una charla agradable aunque intrascendente y acabo por sentirme a gusto. Una modorra se apodera de mí.

Viendo que la energía no llega, el lobo me ofrece quedarme a pasar la noche. Estoy agotada, así que acepto. Me ofrece una habitación que, pese a la antigüedad de la casa, está preparada para las visitas, cómoda y acogedora. De pronto me siento liviana. Estirada en la cama ya no siento el apremio de marcharme. Ya no me duelen los pies. Este lobo es un caballero, me ha dado incluso un beso de buenas noches.

Por la mañana el tiempo es soleado. Ha pasado la tormenta y no entiendo cómo he llegado al coche. ¿He soñado lo de la casa? No puede ser. La persona que me abrió la puerta era el lobo de la fiesta, estoy segura. Esos ojillos pequeños. Esa boca grande y de labios carnosos no los he soñado.

Salgo del auto y miro a mi alrededor. Algo no cuadra.

Veo unos coches que se acercan. Vienen a rescatarme, menos mal.

Lo que no cuadra, lo que he tardado un rato en comprender es que mi propio cadáver sigue sentado en el interior del coche. El lobo se ha vuelto a comer a Caperucita.

Teresa Mateo Arenas

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