Me desperté angustiado al notar como mis dientes se desprendían sin remedio de las encías. Me incorporé rápidamente para vez si podía frenar esa súbita deserción. Coloqué las manos en forma de cuenco para recoger las piezas que caían sin necesidad de ser escupidas. Cuando me quise dar cuenta noté como las encías chocaban certificando la defunción total de sus ocupantes. Mientras miraba mis manos repletas, pensaba en el atracón que se iba a pegar el «Ratoncito Pérez».

Pero mi congoja no acabó allí. Observé que estaba rodeado de pelos. Me palpé la cabeza y estaba totalmente desierta. Miré la almohada y allí estaba el manto capilar que había decidido abandonarme también. «No puede ser. Esas pesadillas nunca se habían mostrado a la vez y en el mismo sueño». Cerré los ojos pensando que cuando los abriera de nuevo todo volvería a la normalidad.

Pero no fue así. Escuché como la puerta de mi casa se cerraba de golpe. La luz del pasillo proyectó una sombra que no pude identificar. Salí huyendo por la ventana y ascendí por la escalera de incendios hasta la azotea. Miré hacia atrás y la sombra me perseguía. Desnudo, sin dientes y sin pelo seguí en retirada. Sabía que me pisaba los talones. Aunque quería no podía ir más deprisa, una fuerza invisible parecía frenarme. Llegué al abismo donde se acababa la terraza. Volví a mirar y no vi a nadie, pero sabía que estaba allí, escondida al amparo de alguna penumbra.

Tenía frío y el corazón desbocado. Noté como me empujaban y caía inevitablemente al vacío. Veía cómo se acercaba el suelo. «Definitivamente esto es un sueño». Intenté relajarme con esa idea. Cuando ya estaba cerca del final vi como un gato negro estaba justo debajo de donde debía aterrizar. Me miraba y no se apartaba. «Lo aplastaré, al menos me llevaré eso conmigo». Sonreí con ese pensamiento. «Pronto despertaré».

Me encontraron empotrado en el asfalto. El golpe fue tan fuerte que no me quedó un solo miembro en su sitio. El gato negro se estaba dando un festín.