Milagros había visto de todo durante los tres años que llevaba en África como enfermera voluntaria, pero aquel día cambió su destino para siempre. Atendían un parto complicado de una mujer que estaba pariendo a sus gemelos prematuramente. Tuvieron que elegir si destinar todos los esfuerzos a salvar a los niños o a la madre. El médico decidió que eran los niños quienes debían tener la oportunidad porque la madre estaba perdiendo mucha sangre.

La choza de cañizo que se utilizaba como quirófano estaba sucia y las moscas revoloteaban incansablemente. El hedor era insoportable y a él acudían, como buitres , famélicos gatos negros. Carroñeros que olían la sangre y daban vueltas alrededor de la mesa improvisada como paritorio a la espera de ese manjar en forma de vísceras y sangre.

Se quedó mirando a la madre que, sin decir nada, lloraba sabiendo lo que le esperaba. Su ojos bien abiertos parecían pedir la oportunidad que nunca había tenido. Para ella parir era una cosa cotidiana y ordinaria. Ya había proporcionado nueve hijos a aquella naturaleza salvaje que, contra pronóstico, todavía sobrevivían. Estaba acostumbrada a que nadie la mirara directamente a los ojos, a que nadie la tuviera en cuenta. Era invisible en aquella sociedad. Su marido la violaba tantas veces como quería desde que fue vendida por su propio padre. Por eso lloraba. Porque la vida nunca contó con ella. Si le hubieran preguntado, habría dejado que la naturaleza dictara sentencia y así quizá se podría ocupar de ella, de sus nueve hijos y esperar que a su marido lo matara alguna tribu enemiga.

Milagros compendió perfectamente la llamada de auxilio que aquellos expresivos ojos le lanzaban, pero no intentó hacer nada para cambiar la opinión médica que estaba tomada con buena voluntad pero con mentalidad occidental. Finalmente no sobrevivió ninguno. Ni los niños ni la madre.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó a la voluntaria nativa.
—Ashanti.
—¿Y qué significa?
—Gracias.