La noche era oscura como la boca de un lobo. Salva, a pesar de haber dejado la persiana de su habitación subida por completo, no podía evitar la negrura que engullía todo a su alrededor. Fuera, una gran tormenta se había desatado y el agua golpeaba con fuerza los cristales de su habitación, que se iluminaba de manera casi fantasmagórica durante los breves segundos que duraba cada relámpago. El cuarto adquiría entonces un matiz azulado que jamás había conocido. El pequeño envolvió su cabeza con la sábana en un intento por alejar de sí los extraños pensamientos que se iban agolpando en su mente sin pedir permiso.
Fue entonces cuando comenzó a escuchar aquellos extraños sonidos. Desde el interior de su escondite, en la oscuridad más absoluta solo interrumpida por la luz tétrica de los relámpagos, no podía adivinar si provenían del exterior o del interior de su habitación. Le hubiera gustado saltar de la cama y correr hacia el dormitorio de sus padres, pero se sentía por completo paralizado por el miedo. Se abrazó a su querido oso de peluche, como si el suave tacto de su juguete favorito le fuese a arrancar de las garras de aquella noche.
El viento golpeó con fuerza los cristales, como si quisiera abrirlos, y Salva se encogió aún más en su refugio. Aquellos extraños sonidos eran cada vez más cercanos, o al menos eso le parecía. Era lo único que se podía escuchar en el silencio de su habitación, junto a los latidos cada vez más acelerados de su encogido corazón infantil. Se obligó a recordar momentos bonitos y a convencerse de que tan solo se trataba de una mala jugada de su exorbitante imaginación.
La tormenta continuaba en el exterior y, por un instante, llegó a pensar que aquellos ruidos habían cesado, tras llevar un buen rato en su escondite. Se incorporó a escudriñar por un agujero de la sábana el panorama que había en su habitación. Un grito de desesperación salió de su garganta cuando vio a su Furby mirarle con ojos diabólicos y caminando solo, acercándose a él…