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“El inspector Tontinus y la nave alienígena”, de Avelina Chinchilla
“Botas de hule”, de Arturo Ortega
“Mar de sueños azules”, por Mar Maestro.
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¿Recuerdas los viajes en el mítico 600 de los años 60?. Aquellos viajes no eran tan plácidos como lo pueden ser hoy. Mi padre, Manuel Maestro, como muchos padres de familia de aquellas años, disfrutaba de uno y tal cual viajaba a su pueblo más o menos una vez al mes si se podía, para ver a su madre, nuestra Yaya. El si se podía, dependía de si hacía buen tiempo, no se echaba a la carretera de cualquier forma. De modo que si las condiciones meteorológicas no eran buenas, se planteaba salir o no a la carretera, y normalmente, era un no.
El viaje comenzaba en Madrid y el destino era Ariza, primer pueblo de Zaragoza, yendo por la carretera nacional 1 de Madrid a Barcelona, como siempre recuerdo que lo remarcaba él, cuando se lo preguntaban.
Salir de viaje por las carreteras de España con el 600 en los años 60 era todo un desafío. No tanto por los por las carreteras, sino porque se tenía la oportunidad de llevar cosas en el coche y madres y abuelas decidían aprovechar para llevarse todo lo que querían llevarse: el mantelito bordado para la tía Pura que le hicimos por su cumpleaños, la súper batidora que compró mi madre a la yaya para que pudiera hacer las mejores y más maravillosas natillas del mundo y aquellos libros que se olvidó mi primo en la residencia de Madrid el mes anterior. Entonces se organizaba la trifulca, cuando mi padre se daba cuenta, ya se veía el panorama. El viaje comenzaba mucho antes del día señalado, normalmente el sábado por la mañana, con suerte si podía ser, según el señor Maestro, sobre las 9 horas de la mañana, cosa que nunca sucedía para desesperación de mi padre.
-¡Ay Luli!! por Dios, a ver si es posible que estos niños terminen de desayunar lo más pronto y usted Mari Carmen, no puede hacer usted algo! es que aquí todo es un juego.
-¡Ay Manuel! ¡Ay Manuel! puedes quitarte del medio por favor, no me dejas recoger si te pones en medio constantemente.
– ¡No, sí, claro! ¡Ahora voy a ser yo, quien tenga la culpa!
El pelotilla verde botella, era capaz de todo y viajar con mi padre era todo un desafío, no por él, si no porque,aún no sé cuál es el misterio que explica que, en 3, 3 metros de largo, calcúlese dentro mucho menos y quepamos Mari Carmen que siempre estaba y siempre viajaba allí donde fuéramos nosotros además de las maletas, la bolsa que mi madre nos acoplaba en el brazo cubierto por el abrigo…era curioso que siempre había que ponerse los abrigos, menos los días de viaje, que mi madre ya nos decía:
-¡Abrígate!
Y la temida pregunta nuestra:
-¿Por qué? No tengo frío mamá.

Y la consabida contestación:
-Abrígate y abróchate los botones y de paso cierra la boca que ya verás la garganta.
Después venía la pregunta y la contestación sabidas:
– Pero mamáaa
– Ni mama ni papá, anda disimula y siéntate calladito.
– Luli por Dios, solo lo imprescindible por Dios, solo lo necesario. -cosa que no sé cumplía jamás, porque una vez arrancado el coche, con mi padre al volante, aparecía mi madre con el abrigo en su brazo izquierdo disimulando su particular bolsa, los impermeables de todos, la bolsa de los bocadillos, una caja de galletas y como no, su bolso sin cerrar, donde llevaba un litro de leche por si acaso y las bolsas de plástico por si yo me mareaba, una toalla y en medio el botiquín. No sé cómo le cogía todo en el bolso. Entre medias aún aparecía con alguna sorpresa más para el camino. Y es que cuando mamá se sentaba en el coche, papá comenzaba la fiesta, pero mamá lo solucionaba siempre sin levantar la voz, colocando todo perfectamente a sus pies y sobre su falda.
– Venga ¿ya has terminado de colocar todo?
– Si. Anda, Manuel, arranca que se hace tarde.
– ¿Pero qué quieres decir? ¡Esto es la repera!. Mari Carmen, usted ¿lo entiende? Porque yo no entiendo nada.
Entonces venía el segundo momento… recordar lo que tenían que haber recordado antes porque el segundo misterio que nunca entendí era la razón de porque una vez que estaban sentados y lejos ya de casa, pasaran revista a lo que llevaban y lo que no cuando ya no se podía solucionar. Entonces se líaba de nuevo el pitoche. Por el pitoche pasábamos todos y casi siempre lo que se habían olvidado había sido por nuestra culpa seguro: te la has cargado. yo no he sido, sí has sido tú y claro, siempre te caía algo por no obedecer a la primera.
Era necesario cumplir todas las rutinas y estar muy calladito sin rechistar y así más o menos pasado todo este ritual se quedaba tranquilo y podía seguir el camino hasta Guadalajara donde hacíamos la primera parada subiendo aquella cuesta en la que parecía que el 600 se quedaría parado en un viaje con casi 5 horas una hora y media y sus paradas correspondientes, con sus lugares establecidos para comer. Y siempre era divertido. Después de la parada había que dormirse un poco, sobre todo para no preguntar tantas veces la famosa frase, ¿cuándo llegamos? que era repetida desde que pasábamos el primer semáforo de casa y después se podía cantar canciones y contar historias, sin pelear, cosa que era imposible. Entonces llegaban las consiguientes formas de mi madre que sin levantar la voz nos ponía en riguroso orden de mayor a menor a hacer cálculo mental, repasar los ríos, con sus afluentes y todo, y por supuesto a cantar las tablas de multiplicar como tenían que ser cantadas sobre todo la del 7 y la del 8, único remedio antes de que mi padre elevara sus plegarias al alto con su ¡maldito viaje, maldito!.
Pero de todo, lo que más me gustaba era acompañar a mi padre por la mañana y revisar el coche, después preparaba la maleta con precisión, colocando las pertenencias de todos, el ir y venir que había en la casa, yo me escabullía de los juegos de mis hermanos, me gustaba mucho más la vida de los mayores, sus diálogos, sus confusiones, sus sorpresas…Después venía la operación acoplar todo en el maletero del coche, a la perfección. Permanecía primero delante del coche, hablando con él como si supiera qué le iba a pasar a continuación. Las maletas y los bártulos eran sacados una y otra vez con la máxima atención para aprovechar todos los huecos al máximo, con una meticulosidad y comprensión con los paquetes absoluta, hablándoles y toqueteando los todos una y mil veces hasta que todo era correcto y compuesto todo el maletero, entonces se quedaba satisfecho a contemplar cómo era posible que lo hubiera podido acoplar todo, hasta el paraguas que había metido porque siempre decía que parecía que iba a llover, cosa que nunca sucedía excepto el día que no llevaba paraguas.
Y siempre era divertido comprobar que en cada viaje pasaba lo mismo. Que algarabía tener tanta fiesta. ¡Qué manera de regalar cariño directo al corazón!.
Mientras recuerdo esto me preguntó dónde se quedan las cosas de niños…en las nubes del cielo? En el brillo de la luna o en las noches estrelladas?. No se pueden transferir los recuerdos de cada niño y por esa razón, los recordamos distintos porque todos somos distintos.