Aquel martes, en el bosque, me encontré con el espíritu de Caperucita, junto a un enorme tejo. Claro que no tenía nada que ver con el cuento, aunque enseguida la identifiqué con su caperuza roja.
Mi misión secreta, era buscar pruebas concluyentes para la defensa del lobo por aquellos parajes.
Para empezar, la cesta estaba vacía. De hecho, la llenamos juntas con unas setas que fuimos recogiendo por el camino. No para llevar a su abuela, sino a su nieta.
Hay que ver lo que cambian las versiones cuando se cuentan de primera mano.
Al llegar a la casita, la puerta ya estaba abierta, pues según me contó, en sus tiempos, sólo por la noche la cerraban.

Caperucita no dijo en ningún momento ¡Qué ojos y qué boca más grande tienes! Aunque, sin duda, lo pensó al ver a la muchacha con tal cara de asombro. Demasiado exagerada para ser por el enorme cestón de suculentas setas que asomamos. Entonces, por entre las cortinas de la habitación, se escabulló alguien agazapado. Para desviar la atención, la muchacha se levantó de la cama con todas las mantas cubriéndole hasta la nariz. El olor a sexo era evidente.

—Abuelita, abuelita, llévaselas a mamá corriendo, que me haga tortitas rellenas. ¡Um! Ya verás que buenas. Y a saltitos nos condujo hasta la puerta.
La inocente de Caperucita, se apresuró a dar el gusto a su nieta y ella misma contribuyó a preparar la merienda. Pero yo me había quedado con la copla de que algo raro se cocía en esa habitación. Apresurada, me excusé en la cocina con razones fisiológicas. Volví donde la niña abriendo de golpe la puerta, entonces, con mis propios ojos cacé en calzoncillos a un rapaz, así llamaban a los muchachos en el pueblo. Salió de un salto por la ventana.
Él, fanfarroneando con sus amigos quinceañeros, contó cómo había sido pillado infraganti con la dulce nieta de caperucita.

Menos lobos, caperucito… Le contestaron incrédulos.