Mi vida es estrés.
Me levanto por las mañanas pensando en todo lo que debo hacer a lo largo del día y mi mente amenaza con explotar incluso antes de empezar. Hace tanto tiempo que no me paro a desayunar con calma, sentada a la mesa, leyendo las noticias del día en el periódico, que ni recuerdo como era eso. Tampoco voy caminando al trabajo ya, como solía hacer para disfrutar de la ciudad, de las vistas, de la gente que pasa por mi lado. Y mucho menos me tomo mis diez minutos de descanso a media mañana para degustar un café recién hecho. He perdido la esencia de mi trabajo, la capacidad de divertirme con lo que hago. Y siento que llegará un momento en que mi cuerpo diga basta y se niegue a continuar.
Tal vez por eso, hoy he permitido a mi mente alejarse por un segundo al parar en un semáforo. O quizá hayan sido más de uno, no estoy segura. Sólo cuando escucho el claxon de varios coches soy consciente de que debería haberme movido ya. Y lo hago, pero no sé hacia dónde hasta que llego a mi destino. Estoy en el aparcamiento de la playa, ignoro cómo he llegado hasta aquí, y aunque sé que debería irme, no lo hago. Bajo del coche y paseo por la playa sin importarme el incesante sonido de mi teléfono. Este será mi pequeño paréntesis en una vida que hace tiempo no parece la mía.