Emma Rauschenbach fue bastante más que la esposa (y mecenas) de Carl Jung. Inteligente, culta, atractiva e inmensamente rica, Emma Rauschenbach (Schaffhausen, Suiza, 1882-Zúrich, 1955) colaboró activamente con su marido en el desarrollo del psicoanálisis, sufragó incontables años de investigaciones y trabajos y se convirtió en una de las mayores expertas en la Leyenda del Santo Grial.

Ahora, tras más de seis décadas de olvido, Emma Jung recupera el protagonismo intelectual que nunca reclamó gracias a Laberintos (Tres Puntos), una polémica biografía de la periodista británica Catherine Clay que desvela aspectos desconocidos del matrimonio y ahonda en la relación entre Jung y su maestro Freud y las causas que motivaron su ruptura definitiva.

La historia es apasionante: heredera de una acaudalada saga de industriales suizos, Emma Rauschenbach conoció a Carl Jung a los diecisiete años. Jung tenía veintiuno, y pertenecía a una rama empobrecida de la poderosa familia Jung; su padre era un oscuro pastor protestante y su madre sufría desórdenes mentales (oía voces, tenía visiones, doble personalidad…). Cuando Emma y Carl se conocieron, Jung debía unos 3000 francos, lo que, en esa época, en la que un trabajador podía ganar 30 francos semanales, era una suma muy importante.

Tardaron siete años en lograr casarse, el 14 de febrero de 1903, entre otras razones por la juventud de la novia, la falta de recursos del novio, su decisión de dedicarse a la rama de la medicina de menor prestigio entonces (las enfermedades mentales) y porque Emma estaba consagrada al cuidado de su padre, gravemente enfermo de sífilis y muy agresivo con los suyos.

Desde el principio de la relación la futura señora Jung conoció de primera mano el trabajo del doctor, ya que, como explica Catherine Clay, “cuando se comprometieron en secreto Emma le ayudaba a escribir sus informes diarios, lo que le permitía aprender algo todos los días. Si estos eran los años iniciales de la carrera de Jung, también eran el comienzo de algo para Emma”. Ya casados, los domingos Jung le contaba la historia y evolución de sus pacientes, “la impresionaba, la entretenía, la mantenía asombrada. Las historias sobre mujeres del asilo la fascinaban”. También la psicoanalizaba y analizaban juntos algunos casos. Sin embargo, no fue sino en 1909 cuando Emma dejó de ser poco más que una asistente ocasional de Carl para convertirse en una colaboradora de su trabajo. Sabía bastante de psicoanálisis como para proponer y criticar. Él le contaba y consultaba absolutamente todo, y ella le sustituía cuando sus viajes y conferencias le impedían atender sus compromisos.

El problema era el carácter de Jung: narcisista y desequilibrado (ya se ha contado que provenía de una familia con graves problemas de salud mental), resultaba tan atractivo como egoísta. Trabajaba con sus pacientes día y noche, ”como un poseído” según la biógrafa, y descuidaba la vida familiar, al tiempo que se comportaba como un coqueto enfermizo incapaz de no flirtear con cualquier mujer.

Tuvieron cinco hijos, pero en el curso de su largo matrimonio estuvieron a punto de divorciarse al menos en tres ocasiones, siempre por las infidelidades de Jung con pacientes como María Moltzer, Sabina Spielrein o Antonia Wolff. Como él mismo le explicó a Freud en una carta del 30 de enero de 1910, creía firmemente que “el prerrequisito de un buen matrimonio es el permiso para ser infiel”. Obviamente, Emma Jung no estaba de acuerdo, así que cada vez que la traición sentimental de su marido le resultaba intolerable, amenazaba con abandonarle primero y divorciarse después. Entonces Jung caía enfermo con dolores de estómago, depresión…. Más aún, cada vez que alguna de sus amantes empezaba a exigir cosas y ponía en peligro su familia, “sufría verdaderos ataques de pánico”. Y no eran pocas, pues, como la propia Emma escribiría a Freud, “todas las mujeres se enamoran de él, y yo, con los hombres de inmediato quedo fuera de circulación como la esposa del padre o del amigo”.

Una antigua paciente enferma de depresión, Toni Wolff, lo cambiaría todo a partir de 1910 al convertirse en su discípula e iniciar un insólito “ménage à trois”. Jung estaba deslumbrado ante su “intelecto notable” y “excelente sensibilidad”. La autora del libro, Catherine Clay, la describe como “un ser extraño, como de otro mundo. Reía en escasas ocasiones, casi nunca sonreía”. Su propia hermana aseguraba que “nunca parecía estar completamente viva y sólo lo lograba gracias a Jung”. A los niños se les dijo que la llamaran Toni y se les prohibió hacer chistes o bromear sobre su extraño comportamiento.

Emma Jung, consciente de lo que significaba Wolff para la parte más compleja de la personalidad de su marido, no sólo la aceptó sino que perdonó sus desprecios y que a menudo exigiera al doctor Jung que se divorciara de inmediato. Lo cierto, afirma Clay, es que Carl amaba a su esposa, “pero no cedía en sus ideas sobre la poligamia, asegurándole a ella que eso no implicaba ninguna diferencia en cómo la quería. Emma, por su parte, intentaba ser justa con su amante”. Las dos compartían a Carl de manera más o menos equitativa, cada una con su propio papel. Emma representaba la vida estable, cotidiana. Toni, la pasión, lo oculto, lo prohibido. Sólo el tiempo (varias décadas) acabaría por diluir la pasión entre el psicoanalista suizo y Wolff, pero las heridas que causó acompañarían siempre a Emma Jung.

Quizá para compensar tanto desengaño, tanta traición, o porque jamás se resignó a desempeñar un papel secundario y pastueño, Emma Jung dedicó los años 20 del siglo pasado a dar forma de libro a la investigación de toda su vida en la leyenda del Grial. El relato novelesco del siglo XII de Chrétien de Toyes sobre Perceval, que le había fascinado desde sus años de estudiante, recorría como un hilo su propia vida. Su libro, La leyenda del grial desde una perspectiva psicológica (Kairós) fue un trabajo académico apoyado en una extensa bibliografía “que iba desde las derivas clásicas y los paralelos orientales hasta la etimología”. Según Clay, “Emma, enfrentando el laberinto de su propia vida con Carl, tratando de comprenderlo, utiliza el libro como su propia búsqueda”. De hecho, continuó trabajando en el libro el resto de su vida y lo dejó inconcluso al morir, de manera que fue Jung quien se aseguró de que se completara tras su muerte y que lo hiciera una de sus colegas, Marie Louise Von Franz, “y fue Carl quien se encargó de publicarlo”.

La inesperada muerte de Emma dejó demolido al doctor Jung. En su funeral, se pudo oír: “era muy bondadosa y modesta. Y siempre fue capaz de mantenerse independiente junto a su marido. Era la tierra nutriente en que arraigaba la creatividad [de Jung] y de la cual extraía fuerzas esenciales. De ella emanaba luz. Era capaz de soportar las pesadumbres de la vida y, sobre todo, sabía reconocer y guardar los secretos de los demás”. Era, es, Emma Rauschenbach. Emma Jung.