Llegó tarde, pero llegó.
Durante mucho tiempo no quiso hacer caso al corazón. Había sido una decisión muy meditada. Sonrió para sí al pensar en lo impulsiva que había sido de jovencita. El último acto impulsivo que había cometido fue casarse. Ya en el altar se había dado cuenta que se equivocaba, pero la juventud cree que todo lo puede y pensó que podría cambiarlo. Pensó que ella tenía un arma poderosa para transformar su genio en cariño. Como con todo lo que tenía que ver con él, se equivocó. Quién no quiere cambiar nunca cambia, le comentaba una buena amiga. Él no cambió, pero ella si.
Su alegría poco a poco había ido dando paso a la tristeza. La apatía. La soledad.
Hasta que lo conoció.
Al principio pensó que sencillamente era alguien con quien conversar. Después quedaron a tomar un café. Ella se sentía tan sola que aquel café abrió la compuerta de su ilusión. Después de aquel día llegaron otros; una invitación a comer, un paseo por el parque.
Volvía a sentirse viva. Lo de ahora no era tal cambio, era una regresión, sencillamente volvía a aflorar la mujer que llevaba tanto tiempo dormida en su interior.
Y llegó el día que ella tanto temía. Se había enamorado de aquel personaje que parecía salido de una de sus novelas favoritas. Se había enamorado de alguien que había llegado demasiado tarde a su vida.
—Huyamos. Dijo él una fría mañana de invierno. Pero la otrora impulsiva joven no quería volver a equivocarse y le dijo que lo tenía que meditar.
Si lo tienes que pensar es que no me amas lo suficiente, pero como yo sí que te amo por los dos, te espero en el parque de nuestra primera vez.
Ella no le prometió nada, pensó, pensó y se decidió.
Y llegó, pero llegó tarde. El banco estaba vacío, lo único que encontró fueron unas huellas que se alejaban maculando la hermosa sábana blanca que cubría el parque aquella mañana.
Se había cumplido la premonición, siempre llegaba tarde al amor.