Devoraba las aceitunas negras de Aragón tanto como podía. No porque las encontrara deliciosas , sino porque le calmaban. Las descubrió a los seis años cuando sintió miedo por primera vez ante la posibilidad de ser rechazado por el resto de los niños del colegio. Como esa sensación no le abandonaría nunca más, eran muchas las oportunidades que tenía para degustar ese fruto. En el fondo consideraba que ese ligero gusto amargo representaba a la perfección el sinuoso camino de la vida.

En aquellos momentos desearía poder tomar una buena ración , pero no podía: se había quedado encerrado. Sentía pánico y notaba que comenzaba a faltarle aire. No podía dar más de medio paso en cualquier dirección, sólo rotar sobre sí mismo. Frente a la puerta estaba el pequeño espejo donde sólo podía ver su trémulo reflejo, aumentado todavía más por el brillo su piel empapada en sudor. En la pared de la izquierda estaba asentado el inodoro, donde había depositado con urgencia los abusos de la comida picante. No solía utilizar los lavabos públicos portátiles porque no soportaba el hedor que desprendían. Este se multiplicaba por el calor que se acumulaba después de golpear el sol todo el día las paredes de plástico.

No podía pensar con claridad, pero en cambio su mente le recordaba cómo en los momentos más importantes de su vida había sentido ese miedo que lo atenazaba. Miedo a crecer, a tomar decisiones, a equivocarse, a enfermar. Miedo a amar y ser amado. Miedo a ser hijo y padre. Miedo a envejecer y cómo no: miedo a morir. La posibilidad de hacerlo allí dentro lo aterrorizaba. No tanto por lo absurdo de la situación, sino porque lo recordarían por ese pestilente olor.

Comenzó a golpear las paredes y la puerta con la esperanza de que alguien le escuchara. Pero era la hora de siesta y en aquel apartado lugar no aparecería nadie hasta que refrescara. No podía usar el teléfono porque se había quedado sin batería de tanto consultar Instagram para enseñarles a los colegas las fotografías que demostraban su estandarizada felicidad. Poco sospechaban ellos que estaba tan solo. Nadie le echaría en falta hasta el día siguiente en el trabajo, porque en casa nadie le esperaba. Abatido se dejó caer sobre la tapa del retrete. Se fijó en una especie de libro que había tirado debajo del lavamanos. Lo cogido y observó que se trataba de un manual: «Aprendiendo a escribir con Taller de Relatos y DesafíosLiterarios.com».

Respiró profundamente y notó como la calma regresaba. Ya no importaba ni el calor ni la fetidez de aquel cubo infecto. El miedo había desaparecido. Por primera vez en su vida una idea nítida le había invadido y notaba fuerzas para tomar una decisión radical que cambiará para siempre su vida. Tenía actitud. La reconocía porque la sentía. «Nunca es tarde para empezar a escribir», se dijo para sí mismo.