Recibo un mensaje, —Brossa, tenemos entrevista de Sergio del Molino. Levanté las cejas. Lo merecíamos… ¿Lo merecíamos? Entonces eso debía de ser o un premio o un castigo. ¿Por haber sido buenos o por haber sido malos?

Marley empieza a pasarme información. Novelas de Sergio, entrevistas en televisión, artículos suyos de su columna en un importante periódico, y su entrevista. Sin darme cuenta, me adentro en el mundo Del Molino.

El autor parece sesudo, y serio. Bastante interesante. Esta vez, somos un equipo de dos. Yo tengo que escribir la entradilla de la entrevista. Pero  empiezo a procrastinar. Y mi modo de procrastinar es ir mirando la documentación que Marley me ha pasado sobre Sergio del Molino. Y quedo cada vez más atrapado por dos ansias diferentes. La del reloj y la procrastinación. La postergación me presiona. La otra fuente de ansia es la de leer más y más sobre Sergio del Molino. Entonces descubro la palabra Zaragoza, que me da de lleno. A mí no me mata Madrid, en todo caso me mataría Zaragoza. Me asesina de vez en cuando. El título de su ensayo, La España vacía, que seguramente le inspira fácilmente vivir en Aragón, región despoblada con una urbe en la que están casi todos los aragoneses juntos, generalmente de cañas.

¡Cuántas veces me había dicho yo a mí mismo que Zaragoza se parecía más a muchas otras ciudades situadas a miles de kilómetros que a los pueblos que se encuentran a 20 Km.! Veo que tenía reflexiones parecidas, motivadas por el mismo entorno. Leo que se define como desclasado.

¡No sé cómo se atreve! ¡Si ese soy yo! Y ya el colmo: dice que es un vago (yo presumo de ser el presidente del Club Internacional de Procrastinadores, que queda como con más relumbrón) pero que no para de trabajar. Es como cuando digo que soy un bohemio que se reprime. Esto no puede ser. Y empecé a leer. Empecé a leer y allí ya, la acabamos de fastidiar.

Nos enfrentamos a un autor culto, inteligente, plagado de ideas, reflexiones y detalles en sus textos, cargados de digresiones, como a mí me gusta. Es un escritor de verdad. Me gusta mucho, la verdad. ¡Qué descubrimiento! Amigos, vale la pena que leáis la entrevista. Y que le leáis a él, todavía más. Yo estoy absorto. No es que seamos iguales, sino que, como ocurre siempre con los buenos escritores, nos identificamos rápidamente con lo que dice.

Lo siento Marley, no puedo hacer la introducción a su entrevista. He empezado tres libros suyos a la vez. Por ahora no puedo hacer nada más, porque, compréndelo, me quedan todavía algunas obras por leer de Sergio del Molino.

Por ejemplo… Malas influencias (Tropo Editores, 2009). Soldados en el jardín de la paz (Prames, 2009). El restaurante favorito de Nina Hagen (Anorak Ediciones, 2011). No habrá más enemigo (Tropo Editores, 2012). La hora violeta (Mondadori, 2013) recibida con grandes elogios de la crítica y una completa conexión con el público. Recibe ese mismo año el Premio “El Ojo Crítico” de Narrativa de RNE y el XXXV Premio Tigre Juan. Y coloca a su autor en la lista de los doce novelistas españoles menores de cuarenta años con más proyección, elaborada por El Cultural de El Mundo. Ha sido traducida a varios idiomas.

Lo que a nadie le importa (Random House, 2014), una novela de fuerte indagación autobiográfica. La España vacía (Editorial Turner, 2016) éxito rotundo de público y de crítica. Ensayo que revolucionó el panorama del género.Galardonado, entre otros, con el Premio del Gremio de Libreros de Madrid al mejor ensayo del año. Premio Cálamo al Libro del Año en reconocimiento al rigor y la calidad de ese “viaje histórico, biográfico y sentimental por un país deshabitado dentro de España”. Y reconocido como uno de los diez mejores libros de 2016 en España según Babelia. La mirada de los peces (Random House, 2017). Periodista y escritor, mantiene colaboraciones en diversos medios de comunicación, como El País, Onda Cero, La Ser, Mercurio o Eñe.

¡Última hora!

septiembre 2018

Su ensayo “Lugares fuera de sitio” ha sido galardonado con el PREMIO ESPASA 2018. ¡Enhorabuena!

—Defínete si te atreves. Esta pregunta tan original, nada tópica y típica de diván, parece incómoda. Pero tranquilo, en Desafíosliterarios.com no pretendemos incomodarte. Aunque sí que nos gustaría conocerte a grandes rasgos, desde tu propio punto de vista.

Soy un vago vocacional que no para de trabajar y corre el riesgo de olvidar su vocación e, incluso, de renunciar a ella. Un chico de barrio desclasado que sólo se siente cómodo en la soledad y lejos de cualquier grupo o forma de gregarismo. Incluso me cuesta reconocerme parte del colectivo de los escritores o de los periodistas. La única forma de identidad fuerte que conozco, la única a la que no le pongo reparos, es la paternidad. Mi hijo me define más que cualquier otro aspecto de mi vida.

—Sergio, tú has conocido el infierno a través del dolor, el peor de ellos, la pérdida de un hijo. Al escribir “La hora violeta” nos muestras una de las cartas de amor más bellas que puedan existir. Hermosa y terrible a la vez. ¿Crees en el poder terapéutico de la escritura? ¿escribir nos salva de la locura, o nos acerca a ella por la puerta grande?

En absoluto, creo que la escritura hace justamente lo contrario, intensifica el dolor. Es lógico: la introspección magnifica los sentimientos. Si alguien quiere sentir menos, lo aconsejable es que adopte una postura escapista y frívola. La escritura autobiográfica y solipsista sirve para sentir más, y eso era lo que yo buscaba. Escribí contra una sociedad que no deja espacio para el dolor, que castiga la expresión de la pena y que exige de todo el mundo una felicidad y una alegría casi histéricas. Ahora bien, si la escritura no sirve como cura para el dolor, la lectura, en cambio, sí es una forma de consuelo. Mucha gente ha encontrado comprensión y compañía en La hora violeta, algo que no fui capaz de prever cuando la escribí.

—¿Qué crees que hace que alguien sea descaradamente bueno, escribiendo?

El talento tiene algo inaprensible que ningún experto puede descomponer. Hay un reducto sobrenatural en la genialidad que ni el propio interesado puede explicar (él, menos que nadie, seguramente), pero se reconoce, y es importante no confundirlo con el ingenio o la gracia al expresarse. Hay personas que manejan muy bien el lenguaje y son muy divertidas y, sin embargo, nunca serán buenos escritores, nunca se acercarán a la literatura como arte. Hace falta un talento, que hay que reconocer, pero que no basta por sí solo. La escritura parece un arte asequible porque no hay que pasar media vida en un conservatorio ni requiere inversiones de capital, como el cine, pero su aprendizaje es tan sacrificado como cualquier otro arte, y se equivoca quien piensa que la excelencia en este oficio se alcanza con tres destellos de ingenio. Todos los escritores que admiro tienen en común una dedicación casi monacal al oficio. Yo me siento un poco monje, también.

—¿Te provoca vértigo el reconocimiento a tu obra?, ¿sientes la presión con cada trabajo de alcanzar al mismo nivel de éxito?

Mi temperamento es muy tranquilo y resisto muy bien el estrés, el positivo y el negativo. Me he curtido en la prensa, como redactor y reportero, y he tenido jefes más tiranos que el más chusquero de los sargentos. Si ellos no lograron destruirme, ya nada lo va a hacer, ni siquiera eso que llaman las expectativas creadas. Por otro lado, no tengo claro qué es el éxito: mi empeño es avanzar en mi obra, seguir trabajando en ella, agrandar mis obsesiones. Me preocupa llegar a la mayor cantidad de público, claro, pero con mi voz y mi escritura, no con una literatura plana y aséptica que no diga nada de mí ni me importe. Mi obra está adherida a mi vida: soy yo mismo en forma de libro, y nadie gusta a todo el mundo. Soy adulto, lo asumo, no voy a hacer esfuerzos por seducir a quien me detesta.

—Sergio, tú has dicho que, “el dolor te vuelve peor persona”, y ¿ mejor escritor?

Es irrelevante en términos literarios. Es un material que cada escritor decide cómo trabajar y cómo incluir en su obra. Eso sí, hay que saber que es un material muy delicado, explosivo, y que hay que manipularlo como un artificiero. Es fácil que te estalle en la cara. Por eso, cuando un escritor maneja con elegancia y trascendencia su dolor, sé que tiene un talento especial, pero el talento era anterior al dolor, no fue el dolor lo que le hizo escritor.

—¿Qué queda de aquel chico de instituto zaragozano? ¿Cómo ha evolucionado el adolescente, hasta llegar al escritor que eres hoy en día?

Queda poco o nada. Algunos reflejos pavlovianos, como el gusto por cierta música heavy, que no he conseguido quitarme, y una tosquedad en los modales que no he conseguido refinar. Pero no creo que aquel chico de barrio pueda reconocerse en mí. Es más, me detestaría. Me he convertido en todo aquello que odiaba. Un intelectual. Un burgués de mierda. Un señor que conduce un coche. Un aburrido que prefiere pasar la noche de sábado leyendo un ensayo sobre Maupassant que bebiendo whisky en los bares. La peste.

—Sergio, en “La mirada de los peces”, has conseguido que todos sintamos una profunda admiración por la figura de Antonio Aramayona. Su forma de entender la vida y la muerte, es una lección que nos libera de la carga que supone en ocasiones, vivir. Cuando se llega a una conclusión tan aplastante como esta:He procurado a lo largo de mi vida, que coincidieran lo que pienso, lo que quiero, lo que hago, y lo que debo. Así he querido vivir, y así quiero morir” (A.Aramayona) , se puede decir que uno ha alcanzado el éxito personal. ¿Podrías contarnos alguna anécdota simpática de Aramayona, como por ejemplo, aquello de que se inventó un concurso literario para poder darte un premio de cinco mil pesetas? u otra a tu elección.

No sé si todos los lectores estarán de acuerdo en que Antonio despierta admiración, porque el libro no es una hagiografía y creo que su humanidad tenía muchos recovecos, como la de todos. Y eso era lo que me interesaba contar, su rugosidad, su ambigüedad y sus contradicciones, porque eso es lo que me interesa de cualquier persona. Ahora bien, como dices, fue una persona decisiva en mi vocación literaria. Lo hacía con más gente, que creo que le deben el camino que siguieron en la vida. Era muy bueno detectando talentos y predisposiciones, y muy pesado alentándolas. En el libro cuento cómo convocó un concurso en la casa de juventud del barrio y fue muy pesado con que escribiera un cuento. El jurado era él y alguien más. Cuando me dio el sobre del premio, que eran cinco mil pesetas, vi que había un billete arrugado. Estoy convencido de que era suyo, que se gastó cinco mil pesetas en animarme. Hacía cosas así constantemente con muchos alumnos.

—¿Crear literatura es el resultado de algún problema afectivo o de un desbarajuste genético?

Creo que ni una cosa ni la otra. Aparte de una predisposición casi patológica (pero muy comprensible) a enamorarme de chicas con clarísimos desequilibrios mentales en mi juventud, y una timidez que superé hace muchos años, no tengo graves taras ni complejos. Y genéticamente, no puedo estar más alejado de la literatura: vengo de una familia pobre de emigrantes y buscavidas que han sobrevivido a su manera, ninguno fue a la universidad ni mostró la menor inclinación artística. Escribir es para mí una forma de estar en el mundo, la única en la que me encuentro cómodo.

—¿Sigues algún ritual antes de ponerte a escribir? ¿Cómo es una jornada de trabajo para un escritor como tú?

No tengo ningún ritual ni manía, pero soy muy profesional. Tengo que serlo, porque compagino la escritura con una actividad periodística intensa (tengo muchas colaboraciones) y una agenda dura de conferencias y viajes. Me levanto muy temprano, a eso de las cinco o las seis, y escribo hasta que tengo que levantar a mi hijo. Le preparo el desayuno, le llevo al cole, que está al lado de casa, y desayuno en el bar mientras reviso los correos. Luego subo a casa y sigo escribiendo hasta la una, hora en que preparo la comida. Hay días en que escribo muchas páginas y otros en que apenas saco un puñado de párrafos que valgan la pena, pero es la única forma de avanzar.

—Qué les dirías a los escritores que comienzan, cuando duden de su capacidad, de su talento. Cuando no crean en ellos mismos como escritores. Cuando se pregunten, si en verdad vale la pena seguir escribiendo.

Todos dudamos constantemente. Generalmente, son los necios y los mediocres quienes más convencidos están de su genialidad. Las dudas son sanas y ayudan a conocer los propios límites y a avanzar. Pero todo aquel que no se engañe a sí mismo y que tenga la humildad suficiente, sabe si tiene talento o no lo tiene. Eso se sabe. Se puede dudar de su alcance, capacidad y tamaño, pero no de su existencia. Creo que el mayor miedo que acecha a un letraherido es descubrir que no tiene talento. Bueno, hay que estar dispuesto a descubrirlo y a aceptarlo. En cuanto a lo de si vale la pena seguir escribiendo, es algo tan íntimo que no puedo dar un consejo banal o una arenga facilona. Cada cual sabrá si merece la pena, lo que ha de tener claro es que es una vida difícil, muy laboriosa, muy poco reconocida, en absoluto comprendida y que exige un sacrificio muy superior a cualquier recompensa, incluso cuando la recompensa parece grande.

Gracias Sergio, por tu amabilidad.