Una base sólida
Siempre fue un idealista. El típico soñador de mirada inquieta que cae bien a todos. No en vano pretendía cambiar el mundo, hacerlo más justo, más humano. Y gozaba de tres poderosas armas para combatir el aire de ingenuidad que desprendía su discurso: capacidad de trabajo, juventud y oratoria.
Y así, tras diez largos años ofreciendo al pueblo su altruismo y luchando sin cuartel por los derechos del prójimo, alcanzó el liderazgo del partido. Un año más tarde llegó a la presidencia por mayoría absoluta, sorprendiendo incluso a sus propios mentores. Los cambios no se hicieron esperar: primero fue el piso donde vivía, que vendió para trasladarse a un pequeño chalet con piscina, pista de tenis y barbacoa en las afueras de la ciudad; luego cambió el turismo por un deportivo; se multiplicó el sueldo, afeitó su barba… Hasta se divorció de su mujer para estrechar sus lazos de amistad con la monitora del gimnasio. Si había que cambiar el mundo, mejor empezar por los cimientos.
Hoy, me llegó una carta pidiéndome el voto para su partido. Y quizá le vote de nuevo. Es más, me encantaría formar parte de su equipo en la próxima legislatura. El piso donde vivo se me queda algo pequeño y ya no soporto más a mi mujer.