Siempre pensé que el fin del mundo sería algo catastrófico y teatral;  cuando llegó no pude menos que desilusionarme. No hubo zombis, ni maremotos, ni ningún asteroide se estrelló contra La Tierra. No vimos millones de cadáveres pudriéndose al sol ni tampoco cuerpos pulverizados.

Todo ocurrió de forma inadvertida para la mayoría de las personas. Quizás yo sea la única que se haya dado cuenta de que el reloj del género humano, marcaba sus últimos segundos.

Lo primero que me llamó la atención sucedió en facebook. Advertí un cambio de actitud de algunas personas. Todas repetían discursos parecidos, como si se hubiesen contagiado de la personalidad de alguien más.

Comencé a hacer un seguimiento de los amigos de facebook  que me habían llamado la atención y empecé a copiar en un documento sus comentarios o respuestas. Todos reaccionaban de forma idéntica. Paradójicamente titulé el documento «los clones ». Pronto supe que este nombre de fantasía estaba muy cercano a la realidad.

Empecé a agrupar a mis amigos por los contactos que tenían en común y me sorprendí al ver que todos tenían un mismo amigo, Esteban Corno.

Era notorio como la personalidad de Esteban se había transmitido a otros. Al fin y al cabo llamarlos clones había sido acertado.

Advertí una conducta similar en algunos vecinos del barrio. Muchos actuaban como lo hacía Federico K, un matoncito de poca monta, pero con una fuerte personalidad. Era muy extraño ver y oír a varios vecinos hablando y hasta caminando igual que Federico. Rosa J, la abuela que vivía enfrente, casi se rompe la cadera por moverse con la música de cumbia que siempre oye Federico.

Algo sucedía y no era solo mi, casi siempre desbocada, imaginación.

Las lluvias invernales comenzaron y el tiempo libre que tuve me llevó a empezar a anotar todo los detalles extraños que sucedían alrededor mío.  Pronto fue evidente que en mi barrio y en las mismas redes sociales, se estaban formando grupos.

Los clones de Federico, se reunían todas las tardes aunque nunca supe qué hacían.

Comencé a sentir miedo de salir. Si esto era una especie de virus, no quería infectarme y si era algo más, no sabía cómo protegerme.

El facebook, pronto quedó vacío de publicaciones nuevas. Nadie compartía ni siquiera un meme. Pero todos mis amigos estaban conectados y ese súbito silencio de letras me espantó.

«Están en grupos cerrados y te dejaron afuera», pensé. Y el tiempo me dio la razón. Los clones solo interactuaban entre ellos.

Una repentina soledad se apoderó de mi vida. Ya no salía más que para abastecerme de comida. La gente que, hasta hace pocos días, charlaba conmigo en mi barrio, me ignoraban como si yo fuese invisible.

Comencé a llamar por teléfono a algunos amigos y solo una de ellos, Sara, me respondió.

Debo reconocer que mi amiga, que es mormona, siempre hablaba del fin de los tiempos, pero esta vez su conversación me llenó de espanto. Me dijo, por teléfono, que en el libro de Mormón,  se hablaba de esto que estaba ocurriendo. Que este era el momento que todos habían anticipado y para el que se había preparado durante siglos.

Pude entender por qué la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos días, se llamaba así. Todos los mormones, tenían planes, escrupulosamente estudiados y ensayados, para cuando llegase en fin de los tiempos. Ellos debían, por obligación, juntar provisiones y abastos necesarios para superar los días de infortunio que precederían al fin del mundo.

Fueron siempre motivo de risas nuestras charlas sobre cómo conservar alimentos fraccionados para cuando algo catastrófico ocurriese. Las risas se debieron a que yo, tratando de imitar esta conducta de mi amiga, comencé a guardar arroz, fideos, aceite y muchos comestibles; jamás consideré que el arroz, o las harinas pudiesen llenarse de gorgojos.  Tuve una invasión de esos pequeños bichitos en toda mi despensa. Y era una broma habitual entre las dos el decirnos: “¿ambiente con bichos o libre de ellos?”. Ella se reía mucho con ésta anécdota y me explicó que la comida era mejor congelarla antes de envasarla. El frío mataba a los gorgojos y así se podía conservar alimentos por mucho tiempo.

Me dijo que toda su estaca, la «parroquia» a la que ella concurría, se había atrincherado en la iglesia de la calle Formosa.

Los mormones tienen unas reglas bastante estrictas de conducta. Si bien nadie los obliga, ellos se auto imponen algunos sacrificios particulares. Como llevar los “garmes” o ropa interior especial o hacer un ayuno absoluto, hasta de agua, durante el primer domingo del mes.

Sara, quizás por el contacto cercano conmigo, era una de las pocas que sentían devoción por la virgen María y que aceptaba acompañarme a alguna que otra ceremonia en mi iglesia católica.  Y ella, que para el resto de los mormones de su grupo, era diferente, fue excluida. A ella no se le permitió ir con el resto de su familia a la iglesia de la calle Formosa.

Sara quedó como yo, aislada y quizás por eso mismo, ella no se había contagiado.

Mi angustia por la peculiar situación en que vivíamos se vio colmada cuando una mañana vi cómo todos los grupos de mi barrio, habían levantado muros alrededor de sus casas. Lo habían hecho sigilosamente, durante la noche. Ni un ruido de martillos o herramientas se había escuchado. Solo la insufrible música de Federico había interrumpido el silencio nocturno.

Esa misma mañana comenzaron los gritos. Desgarradores y espantosos alaridos se oían por toda la cuadra. Sara me confirmó que por su barrio sucedía lo mismo. Fue la última vez que supe de mi amiga.

Y de pronto, el silencio. Una calma sonora que me produjo más miedo que los chillidos.

Clones.

         Gritos.

                   Silencio.

Muerte.

En mi barrio, todos salvo Federico y el resto de los líderes de cada grupo, desaparecieron.

Yo ya no salgo de casa.  Sé qué es lo que ellos esperan; transformarme y absorberme.

Con el paso de los días, en absoluta soledad, me he descubierto pensando que no sería tan malo ir hasta la casa de Federico.