Mi cara quedó comprimida contra el ventanal, mi boca dibujó un corazón contra el vidrio frío; tenía su respiración cerca de mi oreja. Las palabras caían en mis oídos, sedándome, relajándome, preparándome para el contacto. Las manos sabias encontraron lo que buscaban sin tanteos erróneos.
Hubo conexión de cuerpos, un brinco digno de medalla olímpica, embestidas que movieron el piso, alaridos indescifrables, corcoveos que hubieran desplomado al más avezado de los campeones de domas. Los cuerpos combados se mantuvieron apasionados, grupa sobre grupa, el sudor como un óleo espeso se derramaba desde los lomos. El equilibrio se sostenía por la misma fuerza erotizante que se había adueñado de los miembros.
Quería responder, quería decir algo, pero él aplicaba su fuerza con la precisión adecuada a mis necesidades, tornando inadecuada cualquier interrupción. Me mordí un labio para no gritar, húmeda como el potro y la yegua que seguían copulando en el corral, frente al vidrio contra el cual el quiropráctico insistía en enderezarme la espalda contracturada.