Elvis. Elvis y ninguno más. Cada miembro que encajaba entre sus piernas, era el del hombre que sonaba de fondo. Estaba prohibido decir una sola palabra desde que cerraba la puerta del cuarto y encendía la música. Bajo la luz colocada en el centro de la habitación, iniciaba el rito de desnudarse sacudiendo las caderas al ritmo de Fever. El hombre de turno sentía que su piel se volvía de fuego, mientras ella chasqueaba los dedos y una prenda terminaba en el piso. Con el ondular de un gato se arrojaba sobre su víctima, continuando la danza sobre el cuerpo masculino hasta que explotaba el orgasmo. «Elvis», «¡oh, Elvis!», o «¡mi Elvis!» era lo único que se oía —excepto la voz rotunda de Elvis que acompañaba el proceso—. Cerraba los ojos y se tendía sobre la cama, extasiada, más hermosa todavía. Uno debía respetar ese momento, tomar las ropas y salir de la habitación. Sus reglas eran claras y el sabor de su sexo no tenía comparación. Aparecía por el bar y nos disputábamos el puesto de Elvis para esa noche. Así hubiéramos seguido por largo tiempo, pero apareció el hombre de las patillas nutridas y el jopo. Hombre que marchó con ella a los cinco minutos de llegar. Hombre que no tuvo mejor idea que decirle que Elvis estaba muerto apenas comenzó a sonar Fever en la habitación, dejándonos sin ella para el resto de nuestras noches.
Elvis

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