Se me metió una hormiga ahí, cuando Yiya gemía con más intensidad. Tenía mis manos apretando su pecho; ella no dejó que las quitara, las aferraba aunque debiera sostener una pose digna de contorsionista. La maldita hormiga movía mis pelos como si fuera una expedicionaria abriéndose paso entre los juncos de una laguna o las lianas de una selva. Seguí pujando, quise apretar mis nalgas para aplastar el insecto. No lo logré, Yiya pedía más, golpeándome con sus glúteos. Busqué ladearme para que el bicho cayera o cambiara el destino de sus pequeños pasos. A Yiya le gustó, yo ni sabía ya si continuaba dentro de ella.
Adopté otra táctica y me sacudí como si tuviera los dedos conectados a un enchufe; Yiya aullaba y la puta hormiga continuaba escarbando en mi más profunda intimidad. Sentí que mordía, imaginé una roncha que me obligaría a la indecorosa obligación de rascarme el upite por varios días. Di un salto y ambos caímos sobre el colchón; Yiya se movió como si estuviera sobre el epicentro de un terremoto. Ahí acabé, supongo.
Por fin ella liberó mis manos. Con disimulo metí dos dedos donde no me da el sol y los retiré con la asquerosa hormiga. La maté. Libre del incordio, oí que Yiya me decía que había sido mi mejor vez, que por fin había actuado como un hombre de mi edad. Y quiso repetir.
Me retiré unos pasos; para mi desesperación, no se veía una hormiga en todo el cuarto.
La hormiga traviesa

Gracias Osvaldo, por la lectura y el comentario.
¡Muy bueno! Una combinación ideal de erotismo y humor con un final brillante. ¡Felicitaciones!