¿Se ha movido usted mucho este verano? Seguramente no tanto como acostumbraba Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), autor de El gatopardo. Su rutina estival incluía en los años veinte “un viaje largo por Europa, iniciado con una larga estancia en Inglaterra, seguida de un breve trayecto por Francia y de una escala en Austria, antes de reunirse con su madre para terminar en el Tirol”. Lo cuenta Gioacchino Lanza Tomasi, pariente y heredero del escritor italiano, en la introducción al volumen epistolar Viaje por Europa. Correspondencia,  en una deliciosa reunión de cartas llenas de humor enviadas desde el extranjero a sus primos en Sicilia, los Piccolo, dos hermanos exquisitamente excéntricos: Casimiro, pintor dado a hablar con los espectros, y Lucio, poeta y músico medio ocultista cuyo éxito despertó al escritor que había en Lampedusa.

Lanza Tomasi y su esposa Nicoletta Polo, duques de Palma, no se permiten unas vacaciones tan largas como las del viejo noble autor de una sola obra maestra. Tampoco pueden pasar el verano en el castillo de Donnafugata para ver si la ralentización propia de la estación apacigua las llamas del cambio social, como hace el príncipe Salina en El Gatopardo, novela situada en 1860 tras el desembarco en Sicilia de Garibaldi. Así que ahí estaban los dos, a mitad de julio, con todas las ventanas del palacio en el que viven abiertas de par en par para combatir el calor pegajoso de Palermo.

A este edificio del siglo XVIII con vistas al puerto se mudó el escritor durante la II Guerra Mundial, después de que una bomba redujera a escombros el palazzo donde nació (y que hoy alberga un condominio de apartamentos de semilujo). El hogar de la pareja es un museo lleno de cosas que recuerdan al príncipe: la biblioteca superviviente, el retrato del abuelo aficionado a la astronomía que inspiró el personaje de Don Fabrizio (Burt Lancaster en la inmortal adaptación al cine de Luchino Visconti; otro noble, aunque más rojo) o las versiones de El Gatopardo. La que se dio a imprenta en 1958, hace ahora 60 años, y el manuscrito que nutre la edición definitiva de 2002.

El palacio también funciona como “alojamiento boutique”. La pareja alquila por Internet 12 apartamentos que “brindan una experiencia encantadora” a una heterogénea tribu de turistas transatlánticos fascinados por la grandeur mediterránea y por la hospitalidad que Polo, políglota, ha ido “perfeccionando con los años”. La experiencia incluye el trato con Lanza Tomasi, refinado profesor, escritor y musicólogo e intérprete de todas las cosas Lampedusa.Gioacchino, que ya portaba su propio pedigrí, fue adoptado por este en 1956, “una práctica habitual en la nobleza siciliana de la época para preservar el nombre y los títulos”, según cuenta el biógrafo David Gilmour. El chico tenía 23 años, y, además de fiel amigo y vibrante conversador, era el hijo que nunca tuvo el novelista.

La adopción llegó poco después de que El Gatopardo fuese rechazado por el sello Mondadori a instancias del autor siciliano Elio Vittorini, en una de las malas decisiones más famosas de la historia editorial (Vittorini se reafirmaría al año siguiente, esta vez requerido por Einaudi). Otro escritor, Giorgio Basani, apostó en Feltrinelli por la novela de un autor novel de 60 años que había pasado toda su vida leyendo más de cuatro mil libros, con predilección por Stendhal y por la armada inglesa. Se preparaba sin saberlo para construir un monumental edificio mitad autobiográfico, mitad recuento histórico de una época que la Italia de entonces no había colocado aún en su sitio.

Lampedusa murió de cáncer de pulmón en 1957, sin ver su obra publicada, lo que le convierte, según Javier Marías (Vidas escritas), en “uno de los pocos escritores que nunca se sintió escritor ni vivió como tal”. Lástima que su autor no estuviera allí para verlo; El Gatopardo fue un éxito inmediato, ganó el premio Strega y dividió a la intelectualidad italiana entre los que la despacharon como decadente y conservadora y los que abrazaron su extraordinaria calidad literaria. A través de las décadas ha mantenido su carácter de tótem cultural.

Lanza Tomasi, que sirvió de inspiración al personaje de Tancredi (Alain Deloncon parche en el cine), comparte la herencia con los sobrinos (y sucesores) de la viuda, Alessandra Wolf Stormersee, ya fallecida, que en el libro de cartas es definida como “una osa báltica, imponente y estirada”. “La princesa fue engañada de un modo infame por el sello Feltrinelli”, explica Lanza Tomasi. “Al principio tal vez tuvo sentido. Era un autor desconocido. Así que le pagaban el mínimo: 1,5% por la tapa blanda y un 6% por la dura. Pero a los 20 años, al renovar el contrato, Inge Feltrinelli ¡le ofreció prácticamente lo mismo cuando ya había vendido tres millones de copias!”. Wolf —“que se fiaba solo, y demasiado, como se ve, de las mujeres”— murió en 1982. Hoy, las obras completas de Lampedusa las publica, paradojas de la vida, Mondadori, mientras que la heredad literaria la maneja con más talento para los negocios el temible agente Andrew Wylie.

A sus 84 años, Lanza Tomasi, que anda escribiendo una biografía de su pariente y es autor de libros sobre Bellini, Verdi o Satie, muestra un pícaro sentido del humor y un español a veces indescifrable mientras guía al visitante por el palazzo, auténtica cueva de los tesoros, también los suyos. En las habitaciones se suceden el retrato y la biblioteca de su madre, la aristócrata española María Conchita Ramírez de Villa Urrutia y Camacho, todo un personaje, la colección de relojes o los recuerdos de sus años como director artístico de algunos de los teatros más importantes de Italia.

Hablando con él, en una conversación que salta con facilidad de la lingüística estructural a Donizetti (“el más insípido de todos los grandes compositores italianos”), se tiene la impresión de asistir a los últimos ecos de un refinado mundo, donde, como muestra el libro de Acantilado, erudición y buen gusto vienen a ser lo mismo y la gente viaja, no hace turismo. En las cartas a sus primos, Lampedusa, que se hace llamar El Monstruo, proporciona comentarios políticos, chismes de variada índole, postales bucólico-artísticas de la campiña inglesa, indagaciones sobre la porcelana de Sèvres y mucha autoironía.

El descubrimiento y puesta en circulación de ese valioso material, “un precedente del estilo de El Gatopardo y de los cuentos del autor”, se debe al tesón de Lanza Tomasi. Ninguno de sus tres hijos (de dos matrimonios) y cuatro nietos se dedican a preservar ese legado. “Cuando él falte”, dice Polo, “tomaré yo el relevo; soy 20 años más joven”.

Lo cierto es que los derechos de autor de El Gatopardo caducarán en 2027 y hoy Lampedusa suena en el imaginario colectivo mucho más a la terrible crisis migratoria del Mediterráneo que a la gran literatura, aunque en el fondo ambas tengan que ver: la árida isla del mismo nombre, símbolo de la acogida y frontera con África, fue propiedad de la familia del escritor hasta que la vendieron en 1840 al rey de Nápoles por 12.000 ducados.

“Yo ya soy muy mayor, pero ese mar se va a convertir en un lugar terrible. Todo es bastante desastroso: nuestro alcalde es un loco completo, [el ministro del Interior italiano] Salvini es lamentable. Y a Trump, no hay más que verlo. Puede sonar aristocrático, pero basta con mirarlo andar”, opina Lanza Tomasi tras el almuerzo, servido con guantes en un luminoso comedor. ¿Y la mafia? “Aquí la mafia es como el rey. La mafia ha muerto… ¡Viva la mafia!”.

Los invitados a comer eran participantes en uno de los famosos cursos de comida siciliana de Nicoletta, que consisten en “quedar pronto, acudir al mercado, comprar lo necesario y cocinarlo durante la mañana para al final comérselo”, según explica una de las aprendices, subdirectora en un colegio pijo de Londres. El menú del día giró en torno a unos ruvidelli con pesto, estilo trapanese, y unas sardinas beccafico. El duque departió con los comensales en inglés, español, francés y alemán.

Británicos, australianos, estadounidenses, daneses o austriacos, huéspedes de los apartamentos o no, se juntaron con otros amigos de la familia a la noche siguiente en los salones del palacio para celebrar la fiesta de la patrona, Santa Rosalía, la más importante del año en Palermo, una procesión popular que culmina en unos fuegos artificiales que estallan frente al palazzo. Terminada la cena, Lanza Tomasi se escabulló por las entrañas del edificio para salir por una minúscula puerta a la muralla española por la que paseaban las viudas de la nobleza apartadas del mundo.

Abajo, hormigueaba la gente entre los puestos de tiro y las barracas. Y entonces, tras dos días de prolongada conversación sobre El Gatopardo y sus circunstancias surgió al fin la insoslayable frase. Ya saben, aquella que dice Tancredi a su tío, se repite hasta la náusea por lectores y no lectores de la novela y ha alumbrado hasta un concepto, el gatopardismo, que vendría a definir la astucia conservadora: “Si queremos que todo permanezca como está, hace falta que todo cambie”. Al escucharla, Lanza Tomasi suspira, mira hacia Palermo, y dice. “Hoy, como entonces, las cosas no machan bien en Sicilia. Y hoy, como siempre, las predicciones pesimistas son las únicas que se cumplen en esa isla”.

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