En el fondo, tras de ella, retumbaba una insistente risa, de esas que te sacuden las entrañas y te hielan la sangre; casi con demencia, se apresuró a terminar las líneas de su despedida. Al cabo, golpeó la punta del bolígrafo sobre la mesa hasta destruirla; nadie debía jamás volver a escribir con él. La sentencia, al fin, estaba dada.