Jaén  1786

Te voy a contar ya que lo preguntas, querido nieto, como era tu abuela Catalina y las circunstancias en que la conocí.

Era el año de nuestro señor de 1735 y las epidemias y hambrunas se sucedían en Jaén, aunque gracias a Dios mi familia no fue muy afectada.

Aquel día en plena primavera unos compañeros que también trabajaban en la huerta de Barroso y yo, cruzamos la puerta Barrera y nos dirigimos al mercado bajo. Llegamos a la calle Mesones y entramos en el mesón de la Camacha, el más popular entonces.

Desde la puerta pude verla por primera vez, con su cesto de ropa dirigiéndose a los baños de la fontanilla, con menos ocupación que los baños del conde.

Morena, espigada, con unos rizos que escapaban de la cofia y ocultaban sus ojos, parecía un ángel. Vestía un sayuelo negro sobre su blanquísima camisa de cáñamo, y una saya oscura que dejaba ver sus pies calzados con unos escarpines de cuero. Su delantal estaba adornado con cintas de colores.

Ella también se fijó en mí, que no era mal parecido y también llevaba mi camisa blanca bajo el jubón y unos calzones de burel limpios. Me deshice de los amigos y la esperé a la salida, y a ella no le pareció mal que la acompañara un mozo de buen ver, por su seguridad.

Por el portillo de San Bartolomé nos dirigimos a la plaza de los Caños y de allí a la plaza de las Herrerías. Su casa estaba en la parte trasera de la herrería de su padre, y en la puerta me despedí de ella hasta el domingo que juré acompañarla a misa en la Catedral de la Asunción de la Virgen María. Su voz, querido nieto, sonaba también como la de un ángel.

Y allí la esperé el domingo, junto a la puerta del priorato de San Benito. Desde su casa recorrimos en línea recta la calle Maestra y desembocamos en la catedral, que casi terminada, aun necesitaba algunas obras menores. Jamás olvidare aquella primera misa en la capilla mayor frente a la reliquia del Santo Rostro y observando además el bello rostro de Catalina. Al salir la llevé al coro, donde aún trabajaban carpinteros y escultores en la sillería, y le presenté a mi amigo Miguel Arias, el encargado de la obra. Miguel era para mí un hermano, al que ayudé cuando llego a la ciudad en todo cuanto pude. Yo paseaba orgulloso con Catalina mientras nos enseñaban la catedral, y todos admiraban a tu abuela por su belleza y prudencia.

Nuestra boda, meses después, ya estaba programada, y nos dirigimos una vez más a la catedral a invitar a nuestros esponsales a Miguel. Pensaras que aún no te he dicho, querido nieto, como era el rostro de tu abuela. Pues bien, allí Miguel cogió la mano de Catalina y nos llevó a la sillería. En el acceso a la sillería alta, en el lado de la epístola, el primer sitial representa un ángel dando una cruz a un santo. Ese ángel, querido nieto, tiene el rostro de tu abuela. Miguel quiso así agradecer nuestra amistad, inmortalizando su imagen. Y desde entonces tu abuela es realmente un ángel para toda la eternidad.

Ahora tú sabes también mi secreto, y el motivo por el que  paso tanto tiempo en la catedral. Quiero que vengas mañana conmigo, y rezaremos una plegaria a los pies del ángel. De ese ángel mío, que ahora también es tuyo.

Autor, Antonio Miralles