México D.F., 24 de marzo 2002

  • ¿Pero ¿qué me pides muchacho? No tengo edad para esa locura; soy un anciano de noventa y seis años. Si me subo a un avión, ¿qué crees que hará la presión con mi viejo corazón? No soy el Papa que viaja con toda la corte celestial, sino Cosme Ferrer cuyo pasado es tan lejano que se nubla y a veces se pierde en el tiempo. Ven a la terraza. ¿Ves esa nube sucia en el valle de Anáhuac? Y ahora mira allá lejos, hacia levante; los volcanes nevados con el humeante guerrero Popocatépetl e Iztacihuatl, su mujer dormida. Pues bien, abre los oídos y escúchame: Esta ciudad de contrastes tan marcados, que tiembla más que los flanes que hacía mi madre por los constantes seísmos, el bosque de Chapultepec que me recibe cada mañana de primavera para que pueda pasear a mi querida Guadalupe, son mi presente, mi vida, no quiero más.

-Señor Ferrer, no deseo que me conteste ahora mismo, tómese su tiempo. El viaje sería para septiembre y sería un gran honor para la Fundación Pablo Iglesias contar con su asistencia, el Rey inaugurará las jornadas. Todos los gastos correrán a cargo de la fundación, por eso no se preocupe.

  • ¡Qué testarudo eres, jovencito! Pero me gustas, tienes una mirada franca, una juventud y una ilusión que te rezuman por los poros. ¿Sabes? Durante muchos, muchísimos años sentí en mi corazón el desarraigo, la vejación, pero esas sensaciones terminaron en mil novecientos setenta y ocho cuando el rey Juan Carlos vino a México exclusivamente a abrazar a la viuda de Manuel Azaña; también a mí me saludó y a otros muchos que estaban allí. Si vieras cómo lloraba mi Lupita. ¡Recórcholis qué gran mujer me regaló esta hermosa nación!

-Señor Ferrer, ¿está usted cómodo? ¿Necesita alguna cosa más? Su esposa está sentada a la izquierda ¿La ve? Bien, pues cuando usted desee comenzamos. ¡Ah! Si quiere más agua o se cansa, por favor levante la mano.

Toma I, invierno 1939. Playa de Saint Cyprien

¡Eh miren qué linda plaza, che! Es la de las Tres Culturas, vean cómo bailan los estudiantes a la manera azteca. ¡Ay, perdón! Ya me centro. Los viejos mezclamos el pasado y el presente sin querer. Nos convertimos en niños, nos distraemos con un… copo de nieve.

Aquel invierno del treinta y nueve fue duro de veras; la nieve caía y caía. En los caminos tenía al menos veinte centímetros de grosor, los surcos dejados por algún coche eran nuestra guía. Ingentes columnas de hombres y mujeres con niños desfilaban por tierras cubiertas de un blanco sepulcral. Las madres abrazaban a sus hijos para darles un calor que no tenían. Los ancianos, arrastrando sus escasas pertenencias en hatillos o maletas atadas con cuerdas, caminaban tras los jóvenes. Muchos de ellos se quedaban tirados en la cuneta; ya no sólo era la edad, eran sobre todo aquellos veinte grados bajo cero que helaban un futuro incierto.

Yo era médico, igual que mi padre. Cuando nos obligaron a ir a la estación para ser trasladados a Madrid, mi padre tomó su viejo maletín de trabajo, metió el manual de medicina y me dijo: Cosme despídete de tu madre, no lleves nada, lo necesario ya lo llevo yo.

Fui junto a mi madre; estaba encorvada; me puse de rodillas y metí la cabeza en su cintura; quise oler por última vez el aroma de mi casa. Luego me dio su amuleto, “La estampa del Ángel de la guarda”, impregnada con el sabor de sus labios.

Tuvimos suerte en el vagón en que nos montaron; era uno de esos que trasladaban animales y allí nos hacinaron. Me hace gracia ese pensamiento; quizá los facciosos pensaron que al llevarnos de semejante manera nos iban a humillar, pero se equivocaron. Nuestra dignidad y la fuerza de nuestras ideas lo impedían. Allí dentro había de todo, campesinos, un orfebre, tres o cuatro médicos, un arquitecto, un catedrático de lengua. El trozo de trayecto que hice antes de fugarme con tres catalanes fue alegre y bullicioso; unos cantaban, otros compartían vivencias… así hasta que en medio de la noche el tren se paró.

Mi padre me cogió por las solapas de la chaqueta y me susurró “Hijo mío, éste no es aún tu final, tu destino es otro. Vete con estos tres catalanes”. Y sin más, me dio un empujón y caí a la tierra fría y mojada. Sentí miedo, mucho; temblaba como un niño chico, pero uno de los catalanes me espetó que no fuera una nena y que moviera el culo. Al amanecer me di cuenta de que llevaba asido el maletín de mi padre. Encontramos un muerto tirado en medio del campo; uno de los catalanes, Sergi, se agachó a registrarlo; le quitó el abrigo que me lo tendió para que me abrigara; olía a rancio. Después, le quitó los calcetines y las botas; el catalán valiente, frío y calculador, hasta ese momento había ido caminando descalzo; su fortaleza y su riguroso ánimo imprimieron en mí un código de silencio… Creo que jamás volví a quejarme de nada.

Como a unos cien kilómetros de la frontera, ya casi en los Pirineos, comenzamos a ver masas de peregrinos que, como nosotros, huían; caminábamos por la noche y nos escondíamos durante el día, pero la oscuridad no pudo impedir que uno de los aviones bombardeara por dónde íbamos, matando a Marc y a un grupo de mujeres; fue sobrecogedor. Mientras unos hacían una zanja para enterrarlos, otros les desposeían de sus miserias. Un sacerdote, rezó sobre aquel nicho y reemprendimos la marcha.

Y con el cansancio en nuestros huesos y la esperanza en los corazones llegamos lentamente a Francia, a la playa de Saint Cyprien, uno de los numerosos campos de concentración para la diáspora republicana. Nos lavábamos en las aguas heladas de un mar salado y gris, cavábamos zanjas mientras la nieve caía y los grados se congelaban; el mearnos encima nos producía cierto calor reconfortante.

Subsistíamos como podíamos, en una Europa que poco a poco se preparaba para una guerra, la grande de todas las grandes… yo más sangre, más dolor no quería. Hablé con Sergi y Pau y planeamos una nueva huida. Esta vez sería América, que se convertiría en la madre protectora de los hijos pródigos y descarriados.

-Don Cosme, ¿cómo se encuentra? ¿Animado para seguir? Como verá, sus deseos son órdenes para nosotros y esta escena la rodaremos delante del mural de Diego Rivera. ¿Dónde quiere que pongamos la silla?

-Gracias joven, son todos ustedes muy amables. Esta vez prefiero, apoyado en mi bastón, caminar por mis recuerdos y pasear mi vista por esta belleza que simboliza el acueducto de Lerma con el agua, el maíz y la papa, alimentos imprescindibles de este pueblo maravilloso que me dio la oportunidad de volver a nacer…

Toma II, 1941 rumbo al Nuevo Mundo

Los principios que cada uno tiene, son tu guía, tu emblema, la extensión de tu yo, pero a veces las circunstancias te obligan a ser infiel eventualmente; mentir no entraba en mi vocabulario, robar tampoco, matar menos… sin embargo, estas tres infidelidades las cometí sin pestañear.

El camino hasta Marsella estuvo salpicado de incidentes. Nada más escaparnos de Saint Cyprien tuvimos la suerte de poder subir a un camión que transportaba cerdos y gallinas; el olor era apestoso, pero estábamos felices con la suerte de haber encontrado un campesino de buenos sentimientos que nos camufló entre sus animales. Los controles en las carreteras cada vez eran más frecuentes, con lo que el campesino decidió ir campo a través. En una bifurcación encontramos de nuevo un control con tres soldados; éstos se pusieron muy pesados pidiendo documentación al campesino y queriendo registrar la parte trasera del camión. Al hombre no le quedó más remedio que dejarles mirar; un par de gallinas se asustaron y descubrieron uno de los pies de Pau… Aquello se convirtió en una pesadilla. Uno de los soldados se volvió al campesino y le disparó un tiro en el cuello; los cerdos se abalanzaron hacia la tierra cayendo encima de dos de los soldados, lo cual nos permitió golpear a los dos soldados con todas nuestras fuerzas. El tercero fue abatido por Sergi con uno de los fusiles. Cuando terminó aquella barbarie, muertos los soldados y el campesino, nos vestimos con las ropas de los soldados y robamos hasta la documentación del campesino; nos llevamos tres lechones y una gallina, y huimos en el coche de los militares. Al caer la noche nos refugiamos cerca de un acantilado; teníamos un hambre atroz y decidimos matar la gallina. Llegados a este punto, jovencito, te he de confesar que me dolió más matar la gallina que a aquel soldado; ella campaba tranquilamente cuando mis manos la estrangularon. La imagen de los ojos desorbitados del animal me impidió aquella noche cenar y me dormí por tercera noche consecutiva con el estómago vacío… No he vuelto a comer una gallina en mi vida.

El sonido de una sirena nos despertó y salimos zumbando de aquel lugar. Al rato llegamos a la costa; era un pueblecillo marinero que se preparaba para salir a faenar aguas adentro. ¡Cuánto me alegré en aquel momento de las enseñanzas de mi padre con el idioma francés! La ristra de mentiras que dije al capitán de una de las embarcaciones no las puedo ya ni recordar, pero sí se resumían en que queríamos salir de aquella Europa que bramaba entre el fuego y los disparos. Estoy convencido a estas alturas, jovencito, de que aquel hombre sereno y fortachón no se creyó nada de lo que le conté; su actitud hasta dejarnos cerca de las costas africanas me lo demostró… Con su silencio, su respeto, su saber estar. Aprendimos a pescar, ayudamos a nuestros salvadores y al despedirnos de ellos nos estrechamos con fuerza las manos; Sergi les tendió uno de los lechones y ellos lo recogieron agradecidos. Luego emprendimos el camino hacia Casablanca.

Allí, un veintiuno de noviembre embarcábamos en un buque mercante de un tal Indalecio Prieto rumbo a México, por un océano plagado de minas y submarinos. Siguiendo la ruta de los destructores ingleses, para evitar a los alemanes que andaban por la zona, llegamos a las costas de México en veintitrés días.

Recuerdo como si fuera ahora mismo, jovencito, las caras de aquella pequeña España al atisbar en el horizonte la tierra que nos iba a recibir gracias al presidente Cárdenas. En nuestros rostros se veía la esperanza de que aquella situación, aunque cada uno de los deportados la tomábamos como provisional, fuera el resorte para dejar atrás el terror, la miseria humana, y recobrar la identidad y dignidad para volver a sentirnos ciudadanos del mundo.

-Buenos días señor Ferrer… Doña Guadalupe, ¡qué linda está usted tan de mañana!

-Buenos días niños. Recuérdenme, cuando terminemos hoy la grabación, que como broche final los lleve a uno de mis lugares favoritos. ¿Empezamos?

Toma III, Hernán Cortés, diciembre de 1941

Jovencitos, sepan a estas alturas de la historia que Cosme Ferrer no era ni valiente ni hombretón de pelo en pecho; no, era un gallina que aunque por su boca no salía queja alguna, en sus modos era, como decía Sergi, una nena que llegó a Veracruz mareado, asustado, que no sabía hacer otra cosa que no fuera puntos de sutura, ayudar a parir a los animales, a las mujeres y bajar la fiebre de los niños; sus vómitos eran constantes y, en cuanto pisó tierra mexicana, estuvo más de un mes beodo por culpa del tequila. ¡Ah! También cuidaba de García y Veleidad… las mascotas, que ya no eran lechones sino hermosos cerdos.

Hispanoamérica abrió sus puertas sin restricción; nos diversificamos de tal manera que los artesanos se fueron para Chile, a Venezuela los médicos; en México se quedaron gentes de todas las profesiones y oficios. Hacia Argentina partieron los intelectuales y… Jajajajajaja, ¿Saben que a Trujillo hubo que pagarle para que acogiera a refugiados en Santo Domingo? ¡Vil metal don dinero, chiquillos! Nosotros tres nunca despegamos de la pobreza económica, pero una vez superado y asimilado que aquello no era una situación transitoria, que nuestra España ya no existía…, guardamos nuestra añoranza, nos comimos nuestro dolor y tiramos hacia el futuro.

Pero dentro de la costra latían sentimientos, no sólo tristezas y nostalgias; unos a otros nos apoyábamos, ayudándonos a que nuevas ilusiones enraizaran en nuestras existencias. Nos forjamos una evocación única para transmitir a las futuras generaciones, porque sobre el olvido no puede construirse una sociedad justa y libre.

Mi profesión me ayudó también a superar esa pena tan honda y trajo hasta mí una nueva luz de esperanza una linda mañana de verano. Mientras ayudaba a un ternero a nacer… unas trenzas negras como el azabache se posaron en mis hombros; quería ver nacer al animal… Era mi Guadalupe.

Poco a poco los aromas de las taquerías, las fritangas callejeras, los antojitos, los panes dulces, el llanto rodeado de mariachis comenzaron a correr por mis venas y… mi sangre se convirtió en mestiza.

-Jovencitos, ¿me dan un último capricho? Me gustaría que el reportaje terminara con una reflexión de León Felipe:

“Franco, tuya es la hacienda/ la casa, / el caballo/ y la pistola. / Mía es la voz antigua de la tierra. / Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo…/ Mas yo te dejo mudo… ¡mudo! / Y ¿cómo vas a recoger el trigo/ y alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción?”

EPÍLOGO

-Hemos disfrutado mucho con usted, don Cosme… Gracias de verdad, pero, ¿dónde está la sorpresa que nos iba a dar?

  • ¡Ay, juventud impaciente! Mi sorpresa está muy cerca del Zócalo, en una callejuela tan vieja como la sorpresa… Vamos.

-Señor Ferrer, ¿qué fue de sus amigos catalanes?

  • ¡Venga! Muevan el culo y dejen de ser nenas. Ya hemos llegado… Entren ¿A que es una taquería muy hermosa?

  • ¿Y esos dos cerdos disecados con la bandera republicana y la catalana, señor Ferrer?

-Jovencito, estás en la taquería García & Veleidad. ¡Sergiiiiii! Prepara unos tacos y fríjoles con tortilla de patata, y di a Pau que ponga bien de cebollita.

Madrid, 25 de octubre 2002

Escrito por Mª Ángeles Cantalapiedra