Seis zapatos hacían crujir las hojas secas en la oscuridad de la noche por el camino que conduce a la casucha abandonada. Tres corazones agitados por la osadía de su acción y el encuentro con lo desconocido, con el misterio. Abandonar sus casas cercana la media noche, en el momento en que sus padres se encontraban en la fiesta aniversario de la empresa, en la que coincidencialmente trabajaban, implicaba regaños, castigos, duras reprimendas. Pero atrapar el duende, que se decía habitaba la casucha, constituía una hazaña que les traería el respeto del resto de sus compañeros, el de los adultos del pueblo, y por consiguiente, el ahogo del enojo en el mar de orgullo que se derramaría en sus padres.

Llegar sigilosamente al sitio, era parte del plan establecido. Ubicarse en forma de triángulo, encandilar al duende con una linterna, abordarlo desde los tres ángulos, para luego meterlo en una caja de metal, continuaba en la estrategia. Lo seguido, sería pura fiesta. Una vez en la plaza, llamar a todos con el campanario y mostrar con jubilo su impresionante hazaña.

En la planificación se discutió la mejor manera de hacerlo. De cuentos, libros y películas, encontraron que los duendes codiciaban el oro. Escondían una botija repleto de este material, y quien la encontrara podía tener al duende, así como también los beneficios de su poder creador en el mundo de los hombres. Durante cierto tiempo, la búsqueda diurna de la codiciada vasija de barro fue infructuosa, plena de decepciones. Pero sus padres le habían trasmitido uno de los eslóganes que les ayudaba en el trabajo: “inventar cualquier otra cosa es mejor que rendirse”, para que este fuese el resorte de sus vidas y no desfallecieran en cualquier actividad. De manera que pasaron a otro plan, como fue el de conseguir una caja de oro para meter al codiciado duende, ya que, en las lecturas, se encontraron con que al estar encerrado en semejante caja perdía sus poderes, y concedía deseos con tal y se le liberase. La dificultad se presentó en que en el pequeño pueblo no existía caja semejante, pero siguiendo el eslogan, decidieron probar con una de bronce pulida de tal manera que imitara mucho al oro. No sabían si el duende sería capaz de reconocerla, pero su decisión fue llevada de la mano por otro eslogan transmitido por sus padres: “si no hechas a correr la bola, no sabrás que dirección tomará, y ni siquiera sabrás si correrá”. De manera que estaban allí, en la vieja casucha, averiguando los resultados que les produciría su aventura, y eso era mejor que no hacerlo.

Ubicados estratégicamente de acuerdo a lo trazado, se dispusieron ha aguardar la aparición del duende. Respiraban agitados y profundamente por  la ansiedad que les infligía todo lo que aquello representaba. Quietos, muy quietos, aguardaban la aparición deseada. Se habían camuflado con todo tipo de hojas para confundirse con la maleza. La espera se prolongaba, sin aparición alguna. Estaban atentos a todo ruido y movimiento; solo escuchaban el canto que los sapos y grillos le regalaban a la noche, el ruido del aire al entrar y salir de sus fosas nasales y el latir de sus corazones en un zigzag de aceleración y reposo. Sus manos comenzaban a sudar, al igual que sudaban sus frentes. Las miradas concentradas en el punto donde se decía que solía aparecer; muy poco parpadeaban, ninguno se atrevía a moverse para no poner en peligro la labor.

Dos horas en la misma posición les llevaba ya a desear que apareciera el duende, temían que demorara mucho y que regresaran sus padres a casa. El tiempo los llevó a una guerra de nervios; la paciencia comenzaba a descender sus niveles de reservas. Uno de ellos se movió para captar la atención de los otros y encogió los hombros interrogando que harían. El otro con una mano apuntando al camino y agitando sus dedos en el aire, emulando un caminante, proponía el regreso. El tercero, más impetuoso y determinando, levantó las manos indicando que todos estuvieran quietos.

La luna ya se vislumbraba en lo más alto, de manera esplendente sobre aquella rivera. La sombra de los árboles se dibujaba en sus rostros, pero con menos intensidad que la incertidumbre que les embargaba. Nuevamente el primero abandonó su posición para indicar, con el índice derecho sobre la muñeca izquierda, que ya había transcurrido mucho tiempo. El otro se levantó moviendo una de sus manos sobre su cadera, dando la idea que se ganarían una reprimenda. El más decidido se alzó indicando con su puño cerrado que los golpearía si no se quedaban quietos. Los otros dos pequeños ya dándose por vencidos estaban dispuestos a abandonar la faena. Aquello se convirtió en una guerra de mimos expresando cada quien su argumento. De pronto se escuchó un agudo ruido, semejante al crujido de hojas secas, solo que muy tenue, muy ligero. Todos se petrificaron en las expresiones que mantenían para ese momento, atentos en espera de otro sonido. Cada vez más de cerca se escuchaba, parecía un suave pisar de las hojas que se encontraban en el piso. “Es el duende” fue el pensamiento que los asaltó a todos, y lentamente volvieron a la posición estratégica. La respiración se montó en una montaña rusa de ansiedades, y al mismo ritmo palpitaba el pecho. Llegaba la hora anhelada, la gran oportunidad, el gran acontecimiento. Las piernas y los brazos temblaban, se incremento el torrente de la frente. La boca seca de tanto salivar ya nada que tragar aportaba. Cada cual buscó su manera de la tensión ahogar, mordiéndose los labios, apretando los puños, o rezando. Comenzaron a moverse las hojas cercanas al punto donde se esperaba la aparición. El momento cada vez aumentaba en tensión. El primero se orinó. Pero jamás revelaría tal hecho. El otro lamentó abandonar su casa, deseaba regresar y ser más obediente. El tercero, más tenaz, aguardaba con emoción, lo que sería la prueba de valor que le haría ganar más respeto y aprecio.

Cuatro patas blancas y una ondulante cola hicieron su aparición, la luz de la luna hacia brillar sus ojos en un siniestro color gris, caminaba muy despacio, tambaleándose con cierta elegancia hacia los lados. “Un gato” fue la idea que aportó lo que con confusión y nervios contemplaban. El desconcierto los llevó a buscar sus miradas, tratando de coordinar ideas, de concertar acciones, pero no reaccionaban, no pensaban, no comprendían. “Tanto esperar para encontrar a un gato” fue el pensamiento del más sagaz, mientras observaba al gato en su tangonear dirigirse muy despacio hasta una de las esquinas de la casucha abandonada. Su cola ondulaba de un lado a otro con cierta gracia; se detuvo, inclinó la cabeza y lentamente se echó en el piso. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en dirección a una de las tablas caídas de la abandonada casucha.

Una flama de emoción le hizo brillar los ojos al tercero, cuando una idea se le presentó: “El duende apareció convertido en gato”, se le dibujó una larga sonrisa; después de todo tendrían su codiciada presa. Lentamente movió sus manos para que los otros lo vieran. Habiendo obtenido su atención, les realizaba señas con las manos indicándoles que el gato era el duende. Una extraña mezcla de alegría y temor se apoderó de los otros dos. “Con que el duende se presentó de gato” pensó el segundo. El primero no daba crédito a tal idea, pero por las lecturas, lo tenía como posible. El gato de pronto giró su cabeza hasta donde él se encontraba, y por segunda vez su vejiga se aflojó. Se quedó inmóvil, no porque eso fuese parte del plan, sino porque el terror como amargo veneno le recorrió toda la piel, nublando sus sentidos y prensando todos sus músculos. Los otros dos lo vieron, pensando lo peor, haciendo un gran esfuerzo por tragar y conseguir aliento; en ese momento hasta el más tenaz sintió miedo. No podían actuar ahora, si lo hacían el duende-gato los vería y emprendería la huida. Debían esperar a que volviera a dirigir su mirada al sitio donde la tenía. Pero no, el gato no giraba su cabeza. El primero, no pudiendo controlar más sus nervios, comenzó a temblar de tal manera que movía las hojas que le rodeaban. El duende-gato rápidamente se levantó en sus cuatro patas colocando su cuerpo en dirección donde se movían las hojas. El resto se alarmó, y temiendo por su compañero, rompieron el plan y se lanzaron sobre la presa. El tercero fue el primero en llegar, y con la linterna encandiló al gato que ante el asombro no pudo ni moverse, viéndose de inmediato cubierto por una manta dorada por completo; sin perder mucho tiempo en la caja de bronce pulido lo metieron. Los dos muchachos comenzaron a saltar y reír de la alegría. El primero de los arbustos salía, secando el líquido que corría por sus mejillas. Repuesto se unió al júbilo de sus compañeros, girando los tres alrededor de la caja, abrazados, en gran festejo. La emoción les impulsaba el retorno rápido a casa para mostrar su hazaña a todo el pueblo, no aguantarían hasta mañana, lo harían esa misma noche, por si acaso su duende se percataba que la caja en que se encontraba no tenía ni una pizca de oro. Los deseos quedarían para más luego. Entre palmadas y risas los tres alzaron la caja gritando al viento con desenfreno. La escena era observada desde el interior de las tablas de la casucha abandonada por un pequeño ratón, que sin entenderlo, por la candidez inyectada de optimismo, su vida le había sido salvada.

Autor Luis Duque.
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