Juan Ignacio se secó el sudor de la frente. Se prometió que este sería el último pozo que cavase hoy; mañana vería qué hacer.
—Quizás con fuego—musitó, pensando que más tarde lo decidiría.
Ya amanecía y él estaba apurado por terminar. El resplandor del sol en el horizonte, lo estaba poniendo nervioso.
Miró a su alrededor con tristeza y agotamiento. Los pozos ya tapados de días anteriores, hacían que el campo pareciese una gran madriguera de topos gigantes. Los montículos se elevaban desparejos hasta donde llegaba con su vista.
El campo en Tres Arroyos era el producto del sueño de toda su vida, aunque a veces sentía que la soledad lo abrumaba.
Se alegró cuando vio que tenía nuevos vecinos en una propiedad lindera, aunque sintió un poco de pena cuando vio que talaban el pequeño bosque de pinos para construir varios cobertizos con unas enormes chimeneas, de las que comenzó a salir un humo oscuro.

Día 1

Una tarde, mientras miraba como ese vaho negro salía de las chimeneas, fue cuando cayó el primer pájaro.
Justo a sus pies, una calandria se desplomó. No tenía heridas, pero era evidente que estaba muerta. A los pocos minutos varias aves más se precipitaron al suelo y pronto, una lluvia de pájaros muertos tapizaba el campo.
Durante toda esa noche sintió golpes en el techo de su casa. Más aves seguían cayendo.

Día 2

Se levantó temprano, más que lo habitual. Grandes ojeras violáceas delataban que había pasado despierto casi toda la noche. Recién estaba amaneciendo cuando, con una taza de café en la mano, se sentó a pensar qué haría con tantos cadáveres.
Los tímidos rayos del sol apenas iluminaban el campo, cuando algunos de los pájaros muertos comenzaron a moverse.
En pocos segundos, todos aleteaban torpemente intentando ponerse de pie. Muchos quedaban en posiciones ridículas, por las quebraduras que tenían en el cuerpo.
— ¡Uff! ¿Qué mierda pasa?— resopló en voz alta.
Las aves repentinamente giraron sus cuellos hacia donde estaba él. Juan Ignacio habría jurado que lo estaban mirando. Apenas tuvo tiempo de meterse en su casa, cuando sintió cómo se abalanzaban contra la puerta.
Con trozos de madera y algunos clavos, tapió todas las ventanas que no tenían postigos. Un interminable pum pum plaf, fue el sonido que lo acompañó durante todo ese largo día.

Día 3

Había pasado casi toda la noche levantado. Alrededor de las tres de la madrugada, su casa quedó a oscuras. Se había terminado el gasoil del grupo electrógeno y, luego de tomar su rifle y cargarlo, salió a buscar combustible.
La quietud que había afuera, contrastaba con el ruidoso estrépito del día. Los pájaros muertos- resucitados, estaban quietos de nuevo.
Se quedó helado al pensar en qué pasaría si esto, que estaba afectando a las aves, lo enfermaba a él.
Instintivamente se subió el cierre de su campera, cubriendo su boca y nariz. Sonrió nervioso al darse cuenta de la estupidez que había hecho, como si un abrigo pudiera protegerlo de Eso.

Día 4

Unos bramidos provenientes del exterior, lo despertaron. No se animó a abrir las ventanas por temor a que algo entrase.
Hoy, los sonidos eran más amenazadores que otros días; a los habituales golpes de pájaros estrellándose contra su casa, se sumaban los gemidos de aquellos que eran mordidos (seguía negándose a creer que estaban siendo devorados por otros animales).
Oyó con espanto, un crashp crashp crashp, de algo arrastrándose con dificultad.
Fue en ese preciso momento, cuando deseó estar acompañado de alguien. Hoy la soledad le pesaba más que nunca.
Pensó en su hermana mayor Laura, viviendo en Buenos Aires, criando a sus tres sobrinos, Martina, Helena y Rodrigo.
En cierto modo, se sintió feliz de que ellos estuvieran lejos.
—No demasiado lejos— le dictó su mente.

Día 5

En una noche que le pareció eterna, había enterrado a todos los animales que encontró. Tenía las manos ampolladas de tanto usar la pala, pero no quería dejar ningún animal muerto-vivo sin sepultar.
Juan Ignacio se secó el sudor de la frente. Se prometió que este sería el último pozo que cavase hoy; mañana vería qué hacer.
—Quizás con fuego—musitó, pensando que más tarde lo decidiría.
Ya estaba amaneciendo y estaba apurado por terminar. El resplandor del sol en el horizonte, lo estaba poniendo nervioso. No podía quedarse mucho tiempo más afuera.
Lo tranquilizó un poco ver que la chimenea del campo vecino, hoy no emitía ningún vapor.
Usó la bomba de agua, que estaba a un lado de la entrada de su casa, para sacarse el olor a muerte que tenía encima.
Al entrar, se vio reflejado en un espejo. Tenía manchas oscuras en la cara y un aspecto demacrado. Se encogió de hombros; ya todo le daba igual.

Día 6

La espantosa chimenea del campo de al lado, comenzó a humear de nuevo. Esta vez no era un el vaho negruzco, como en días anteriores, sino un humo rojo, enfermizamente escarlata.
— Crashp, crashp, crashp— el sonido de algo arrastrándose, le puso la piel de gallina.
Entró corriendo a su casa a buscar el rifle y, al salir, el horror de lo que vio lo sobrepasó.
Laura, junto con Martina, Helena y Rodrigo, se arrastraban por el piso, con las ropas llenas de barro y sangre seca. Tenían sus cuerpos mordidos y los huesos quebrados les perforaban la piel; así de destrozados estaban.
Quitó el seguro del rifle y apuntó. Cuatro disparos certeros. Uno a cada uno.
Llorando, apoyó la boca del arma sobre su pecho y se disparó al corazón.

Día 7

Amaneció lloviendo. El agua parecía querer borrar la pestilencia que emanaba de los campos. El humo rojizo de las chimeneas hoy se mezclaba con la lluvia, tiñendo todo a su paso de un color carmesí.
De un centenar de túmulos empezaron a emerger manos, alas, trozos de cuerpos.
Juan Ignacio se levantó, moviéndose torpemente.
Tambaleándose y con la sangre aún brotándole del pecho, comenzó a devorar a su sobrino.