Cuatro paredes. Una mesa. Una cama. La puerta, gris, fría. Un ventanuco en la pared.
Llevo cinco días dando vueltas alrededor del habitáculo para no volverme más loco de lo que ya se creen que estoy.
El color blanco es lo que más me saca de quicio, ese color tan pulcro, tan limpio. Me anula por completo.
No puedo más, las paredes parecen que se hacen cada vez más pequeñas, el techo cada vez más cerca.
Se escuchan ruidos, pasos. Un manojo de llaves. La cerradura se gira, una placa se abre y aparece una bandeja. En ella, un vaso con pastillas “para mantenerme más relajado”, un plato hondo de plástico donde hay una pasta viscosa a la que llaman comida, un vaso con agua, también de plástico, y una cuchara.
¡Joder! Grito y grito una y otra vez pero nadie me hace caso, nadie viene a sacarme de aquí.
En un arrebato de furia, le doy una patada a la comida y acaba tirada por el suelo.
De repente, una voz como salida de ultratumba dice:
«No hay nada hasta mañana a las nueve, si te entra hambre, ya sabes lo que tienes que hacer»
¡No puedo máaaaaaaaaaaaassssssssssss! ¡Quiero irme de aquiiiiiiiii!!!!!!
Lloro desconsoladamente durante un par de horas, hasta que rendido por el cansancio me quedo dormido.
¡Pipipipipi! ¡Pipipipi! Le doy un manotazo al despertador para poder dormir cinco minutos más, pero no puedo porque de repente me acuerdo, abro los ojos de par en par y veo que estoy en mi habitación. Me alegro de que sólo haya sido un mal sueño.
La puerta se abre y es mi madre con un zumo y una pastilla
– Anda dormilón, te dejo el zumo encima de la mesa, levántate si no quieres llegar tarde al psiquiatra.
¿Psiquiatra? Quizás no haya sido un mal sueño….