Con mucha dificultad corrí una heladera y la coloqué ante la puerta. No iba a salir. Estaba dispuesto a morir pero, quería llevármelos conmigo.
Sabían que yo me había atrincherado aquí, en el viejo almacén de mi abuelo.
El día apenas se filtraba por las hendijas de la ventana tapiada. Respiraba toda la humedad del lugar.
Mis ojos poco a poco se fueron acostumbrando a la semipenumbra. Estaba seguro que ni siquiera había electricidad pero, de todas maneras, no intenté encender la luz. Me alumbraba con la linterna del celular. Recorrí con la vista las estanterías. Las telarañas colgaban de los rincones y cubrían las latas de galletitas. El polvo era tanto que podía escribir un mensaje sobre él. Lo hice. Después froté el dedo sobre el vaquero para quitarle la mugre. Me repugnaba esa sensación de áspera sequedad.
—Pelado, abrí. Conversemos. ¡Somos gente grande, che!
Mi corazón creció de pronto y sus golpes los sentía a flor de piel.
El Cheto embestía la puerta. Me lo imaginaba recargando todo su peso sobre el hombro.
—¡Sos un hijo de puta, basura! Hablá conmigo. Si te agarra la cana va a ser peor —dijo agitado.
Esas palabras martillaban mis oídos. El silencio que siguió fue peor. En cuatro patas me acerqué a la ventana.
Alguien me llamó y no fui capaz de silenciar el móvil a tiempo. Bang: un ruido me dejó sordo. Algo había perforado la pared y por un orificio se colaba el sol del mediodía. Era ridículo intentar taparlo con el dedo. Yo estaba tendido en el piso. Noté la remera empapada, pegada al cuerpo a la altura del abdomen y me desmayé.
Antes de volver a abrir los ojos y observar los destellos azules y rojos en el techo, escuché unas sirenas y voces.
—Oficial, ¿no van a perseguir al hombre que disparó? Le digo que se acaba de ir por allá —expresó una mujer muy indignada.
No iban a ir detrás del Cheto, un informante de la policía. Además, ellos eran socios de sus cabarets, donde explotaban a menores de edad. Yo nunca me había metido. Habíamos crecido juntos y lo consideraba mi amigo.
Todo cambió cuando desapareció mi prima. Ella se había sacado una foto frente al espejo del baño de la casa de él. La había compartido en su estado de whatsapp. Nunca más la vi. Su teléfono no volvió a encenderse. No podía ir a la comisaría.
Me moría. Sabía que estaba perdiendo mucha sangre y me costaba respirar.
Al final derribaron la puerta. Dos uniformados me estudiaban de pie.
—¿Dónde están las pruebas? —preguntó uno entre dientes.
La sirena de la ambulancia me alivió. Cuando el camillero se me arrimó, metí mi celular en su bolsillo. Allí había guardado información crucial para acabar con todos. Solo esperaba poder salir antes de la explosión.
—¿Qué significa esto? —gritó un policía.
Supuse que habría leído el mensaje que dejé sobre el mostrador: “Tic tac”.
—¡Dos menos! —grité eufórico.