“No me toquen mis discos
No me toquen mi ajuar
No me toquen las manos
Ya no me toquen. No”
Charly García – No toquen
Todo empezó en aquella tarde cuando una ventisca atacó sin misericordia los tejados de las casas y edificios de la ciudad. No sé si eso tenga que ver, pero lo cierto es que todo empezó ahí. Él estaba en la sala, sentado en su poltrona leyendo el periódico y de repente sintió como si alguien estuviera mirándole fijamente, lo cual era imposible porque en la casa quedó viviendo él solamente, luego que Matilde, su mujer, muriera dejándole solo con sus quebrantos y cuitas. Por lo tanto, esa sensación de que alguien lo estuviera viendo dentro de la casa era completamente absurda y sin embargo…
Subió la mirada y ahí estaba enfrente de él, observándole fijamente, con esa mirada de incredulidad y terror que fue lo último que pudo ver en aquella noche lejana de 1978. Era el hijo de Sánchez, el mismo viejo Sánchez que aún vivía a dos cuadras de su casa, y que no volvió a ver a su hijo nunca más.
Sí, esa mirada de incredulidad al descubrir que yo era una palanca más de aquel patíbulo en donde estaba encerrado, y a la vez, el terror en sus ojos, porque sabía que de ahí no saldría vivo. Yo lo había visto crecer, iba a la misma escuela que mi hijo, y en su adolescencia varias veces me pidió que le comprara una cajetilla de cigarrillos… no sé por qué carajo me lo pidió a mí,pero así fue.
-El viejo del kiosco no me la va a vender por ser menor de edad- me dijo. Me pasaba el dinero y yo le compraba la cajetilla.
En el barrio sabían que yo pertenecía a la policía, pero poco más. Cuando Mauricio -así se llamaba el muchacho- fue detenido, Sánchez fue a verme para que lo ayudara a ubicarlo. ¿En dónde lo tienen? ¿De qué lo acusan?, eran las preguntas que escuchaba una y otra vez, y yol le respondía que vería lo que pudiera averiguar. Lo cierto es que al chico lo detuvieron en una mañana del mes de Octubre y lo llevaron al centro de detención de la policía política en donde yo trabajaba. Revisé su expediente, no había nada concreto en su contra, pero era muy amigo de otros individuos que sí estaban bajo pesquisa.
Era norma que antes de interrogar a un detenido debíamos ponernos pasamontañas para evitar que nos reconocieran. Fue así que lo interrogué varias veces sin que el muchacho me reconociera. Al principio tratamos de que colaborara sirviéndonos de soplón, pero se negó; después tratamos de que se le soltara la lengua por las buenas y tampoco fue posible; así es que buscamos que hablara por las malas.
En aquel entonces, mi compañero de faena era un tal Peláez, con el cual compartía la meta de defender el país pero diferíamos en el método… o quizá sea más preciso decir que diferíamos en la forma de ejecutar el método y no en el método en sí. Yo era un oficial que seguía cualquier método, pacífico o violento, que permitiera obtener información de un detenido, pero no lo disfrutaba; trataba de apagar cualquier emoción; sea buena, como la compasión; o sea mala, como el sadismo. En cambio Peláez era otra cosa, él disfrutaba de los métodos violentos, se vanagloriaba de ser sanguinario. Varias veces lo tuve que detener para que no reventara a un detenido que recién pisaba el centro o que no queríamos que se nos fuera antes de tiempo.
Fue cosa de mala suerte que ese día llevaran a Mauricio sin capucha a la sala de interrogatorio. Lo sacaron de su celda y lo dejaron que viera el estado en que estaban los otros presos para asustarlo un poco y que se decidiera a cooperar. El tema fue que nosotros, Peláez y yo, estábamos en la sala de interrogatorio sin los pasamontañas cubriendo nuestros rostros. Cuando la puerta de la sala se abrió, Mauricio nos miró a ambos. Peláez con una sonrisa entre sádica y socarrona atinó a decir: ¡ahora sí es verdad que éste no sale vivo de aquí!
Y ahora esa última mirada que Mauricio me dio, volvía a caer sobre mi rostro. Pero él, espectro o fantasma, no me miraba como aquel día, sino más bien con curiosidad. Aunque en los primeros instantes yo sólo veía incredulidad y terror en sus ojos; después fui sosegándome y noté que me estaba estudiando, tal como yo lo había hecho con él en 1978.
Esos segundos ¿o minutos? pasaron tan lentos como si estuviera viendo una película en cámara lenta. Se puso en pie y empezó a recorrer la casa, yo lo seguía a todos los rincones. Abrió y revisó todos los cajones, gavetas y armarios que encontró a su paso; vio los discos de vinilo que yo tenía y que había guardado en un armario después de la muerte de Matilde -no quería tener a la vista nada de lo que a Matilde le gustaba-.
Uno a uno los fue viendo hasta que se detuvo en uno en particular, era un disco de Gardel muy antiguo, lo tomó y fue directo al tocadiscos. Traté de impedir que lo colocara, intenté asirlo con violencia por un brazo y mi mano se cerró en el aire. Nada pude hacer para impedir que el disco empezara a sonar: “Ahora, / cuesta abajo en mi rodada, / las ilusiones pasadas / yo no las puedo arrancar”… Pensé que sí no había podido impedir que el disco sonara al menos trataría de bajarle el volumen a la música. Giré el botón del volumen hacia la izquierda para irlo bajando y noté que estaba aislado. Miré al fantasma con rabia -Sí, ya estaba convencido de que era un fantasma- y él me devolvió una mirada burlona. La aguja del tocadiscos seguía su avance: “Volver con la frente marchita / Las nieves del tiempo platearon mi sien / Sentir que es un soplo la vida / Que veinte años no es nada”… Ah, tenía razón el morocho del abasto… Veinte años no es nada y cuarenta tampoco; esos son los años que habían pasado desde aquellos sucesos. Trató de bañarse para ahogar esos recuerdos, la llave de agua caliente se quedó trabada. Poco a poco, con el paso de las horas, fue comprobando que la casa pasó a estar bajo el control de ese fantasma venido del infierno sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.
El día estaba tocando a su fin, la oscuridad se adueñó de la ciudad, y aún no tenía muy claro qué iba a hacer con ese intruso endemoniado. ¿Qué podía hacerle a él un espectro? ¿Robarle? ¿Asesinarle? Si hubiera querido asesinarlo lo pudo haber hecho con cualquier cuchillo de la cocina e incluso con la pistola automática que tenía guardada en un armario y que la había tenido en sus manos. ¡No, su plan tenía que ser otro! Un gran peso en los ojos hacía que se le cerraran. Pensó: ¡Carajo, qué fuera lo que Dios quisiera! Yo me voy a dormir. Quién sabe si mañana Mauricio se hubiese ido y el día de ayer quede como una pesadilla y nada más.
Lentamente fue abriendo los ojos, los rayos del sol se filtraban tenuemente por la persiana del cuarto. Se incorporó en la cama con la idea de que Mauricio ya no estuviera en la casa, pero lo vio entrar al cuarto y abrir las persianas de par en par. Una claridad absoluta y tibia inundó la habitación. Desde la cocina se oían ruidos de ollas y sartenes. Con temor se paró de la cama y empezó a caminar hacia la cocina. Mauricio iba detrás de él y a veces lo empujaba suavemente. Entró en la cocina y ahí estaba, el segundo fantasma de la casa. Se trataba de aquella chica que le había recordado a su hermana menor cuando la vio en la sala de interrogatorio. Era de una belleza extraordinaria, irradiaba luz. Peláez la miró largamente y con lujuria le dijo: ¡Aquí te vamos a dar todo lo que aún no te han dado! La recordó cantando en medio de la tortura… cantando… siempre cantando… Ningún detenido que pasó por ese centro volvió a hacer eso. Un día, Peláez cumplió su promesa mientras yo estaba de permiso. Entró en la celda de la chica y la violó con una violencia sobrecogedora. Nunca logró recuperarse después de eso y se fue como cualquier grano de arena arrastrado por el viento… y ahora ella empezó a cantar:… “Sentir que es un soplo la vida / Que veinte años no es nada”… Veinte años no es nada y cuarenta tampoco, pero a la vez, lo eran todo.
En el transcurso de ese día fueron llegando más. Todos explorando la casa, mirándome. Algunas veces, con esa mirada inexpresiva que transmite la muerte a los cadáveres, otras escrutadoras que taladraban mi ser. Al día siguiente traté de encerrarlos en una habitación sin resultado alguno. Logré agruparlos en el jardín de la casa, cerré todas las ventanas y las puertas, y me senté en la poltrona a esperar qué ocurría. Uno a uno fueron entrando de nuevo a la casa. Empezaron a seguirme en la calle sin ningún disimulo ni pudor. Se iban turnando. Si tomaba un bus, ahí estaba uno de ellos. Si me paraba a hablar con Lezama, el del quiosco, ahí estaban. En cualquier parque, en los bancos, restaurantes… ahí estaban… como una policía fantasmal siguiendo a su presa.
La casa definitivamente estaba tomada por esos espectros. Aprendí a convivir con ellos, aún cuando no lo quería ¿qué podía hacer? No tenía adónde ir y, probablemente, si lo tuviera me hubiesen seguido. Hasta ese momento había soportado que colocaran música, usaran los sillones de la sala, se sentaran en las sillas del comedor, incluso llegué a compartir mi cama. Hasta que un día, una mujer fantasma sacó el vestido de novia de Matilde y empezó a ponérselo. ¡Eso si que no lo iba a permitir! Me abalance sobre la mujer gritando que respeten el ajuar de Matilde, gritando que ya estaba harto de la música. Varias manos fantasmales me detuvieron con sus etéreas manos. Empecé a gritar que me suelten, a rogar que no me toquen. En el piso del cuarto quedé yaciente en posición fetal y entonces vi el rostro de Matilde entre el grupo de fantasmas que me detuvieron.
Matilde me miraba con esa mirada de amor y desaprobación que tan bien llegué a conocer en nuestros años de convivencia. Me ayudó a ponerme en pie. Ella nunca supo con detalle que hacía yo en la policía, pero siempre intuí que ella lo sospechaba: Esas manchas de sangre en la ropa, las pesadillas recurrentes, la mandíbula apretada durante el sueño, en fin, un sinnúmero de pistas que indicaban que había algo secreto e inquietante en la vida de su esposo. Ella finalmente tuvo esa certeza en ese mundo inmaterial y espectral que ahora compartía con los invasores de la casa y quién sabe con cuántos más. Y era esa certeza que la hacía que me mirase con desaprobación pero también con amor, porque ella había sido capaz de ver más allá del monstruo en el cual yo me había convertido en aquel tiempo.
Es así como he llegado a este día, con el asombro y el terror dentro de mí, aún estando Matilde a mi lado. Cuidadosamente he ido cerrando todas las puertas y ventanas de la casa así como cualquier hendija por donde pueda entrar aire hacia la vivienda. Giré todas las manijas de las hornillas de la cocina, incluyendo la del horno, para que el gas empezara a ocupar la casa y me he tendido en el sofá de la sala a esperar. He escrito una nota muy lacónica con las instrucciones a seguir para mi entierro, esto va a molestar mucho a mi hijo Alfredo, del cual apenas sé que está vivo. Dudo mucho que esta acción le ayude a perdonarme. Él, a diferencia de su madre, sólo supo ver al monstruo en mi interior; pero no lo culpo, quizá yo también hice todo lo posible por mostrarle únicamente esa parte de mi. Sé que Matilde y el resto de los fantasmas están esperándome del otro lado. Todos están alrededor del sofá en el cual voy adormeciéndome… En este tiempo que me he visto forzado a compartir con los seres del más allá, he aprendido que ese otro lado es un universo con mucha equidad, lo cual carece este mundo en el que hasta el día de hoy viviré… Ahora que lo pienso, en el centro de detención fuimos muy equitativos, todos los detenidos tenían asegurado su paso por el purgatorio y por el infierno… es curioso y hasta paradójico, que fuéramos equitativos en nuestro trabajo que era defender un gobierno que estaba muy lejos de ofrecer tan siquiera un poco de igualdad a sus habitantes… discúlpenme si empiezo a desvariar, pero es el efecto del gas en mi mente y cuerpo, parece que los hace más livianos y laxos… Poco a poco me voy convirtiendo en un fantasma perteneciente al espectro de lo visible y no visible al ser humano. Poco a poco voy entrando hacia el otro lado como si se tratase de un ¿renacimiento?… Sé que con este p a s o el terror de misss ojos s e i r á borrannndo, no a s í el asombro q u e continuará en e l l o s… Aún faltaaan m u c h o ss caminos por recorrer… c a d a u n ooo con su enseñanza… c a d a unooo c o n su aaaaso m b r o…
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