Una vez más estaba allí, en la casa de mis abuelos. Miré para abajo y noté mis pies descalzos sobre las baldosas del living. No sentía frío. Me detuve frente a escalera. La claridad del día se colaba por la ventana del descanso. Me llamó la atención la ausencia de perros. Siempre había habido uno. No pensaba en ninguno en particular, pero esperaba escuchar ladridos.
—¿Quién anda allí? —preguntó Tatá en tono hostil.
Él estaba sentado frente al televisor del comedor. La luz amarilla sobre su cabeza lo envolvía. Se levantó del asiento y me observó directamente.
Mi sonrisa se desvaneció al instante cuando advertí en sus ojos una mezcla de temor y furia.
—¿Quién sos?
Me quedé congelada en el lugar, a escasos centímetros de él. No era broma, no me reconocía. Yo estaba en su casa y era una extraña.
Cuando él apagó la tele con el control remoto y empujó la silla, trastabillé. Aprovechó para abalanzarse sobre mí. Me sujetó con fuerza un tobillo. Entre llantos le gritaba que se detuviera.
—Tatá, Tatá. ¡Basta! Soy yo, Luli.
Logré zafarme de su agarre. Me escapé. De pronto, estábamos corriendo los dos alrededor de la escalera: cerrando y abriendo puertas, gritando y suplicando.
Cuando me desperté, seguía llorando. Mis hijos me quisieron calmar recordándome que solo había sido un sueño, que en realidad no ocurrió. Y es lógico, sin embargo, lo que sentí todavía me hace lagrimear.