Estacionas el automóvil en el garaje de tu nuevo departamento. El vecino de al lado está cortando un árbol. El tipo ensarta el hacha en uno de los troncos y te observa con recelo. Aún te vigila.
—Buenos tardes, señor —saludas, mientras bajas la maleta—. Soy su nuevo vecino… mucho gusto.
Él te ignora e inspecciona tu coche con desconfianza, pero a ti no te interesan los demás ya que estás feliz por el ascenso que te acaban de dar en la oficina. Arrojas las llaves en la mesa. Te lanzas sobre en el sofá.
Tocan el timbre. Echas un ojo por la mirilla. No hay nadie. Me jugaron una broma los vecinos, te dices.
¿Quién habrá sido el antiguo dueño?, te preguntas. Sabes que la compra fue una ganga.
En la cocina se escuchan ruidos. Malditas ratas, piensas. Mañana mismo mando fumigar.

Dos horas más tarde, preparas el traje y los zapatos. Guardas los documentos importantes en el maletín y tomas una pastilla para dormir. Mañana será un día genial, piensas, nadie puede detener a un empresario joven y genial como yo, que tiene ganas de devorar al mundo entero.

Estás ansioso por asumir tu nuevo puesto y poner en su lugar a los impertinentes que un día te pusieron trabas en el camino. En un futuro no muy lejano, tendrás poder y mucho dinero.
El reloj marca las ocho y supones que mañana será una jornada pesada en la oficina.
Escuchas retumbos en el baño. Entras de prisa. La ventanilla está semiabierta. Oyes el ulular del viento. No le das importancia y vas al dormitorio a descansar. Un bisbiseo extraño se escucha, sin embargo no sabes qué es.
Malditos nervios, te dices.
Acostado en la cama, observas un par de lucecillas verdes oscilar a través de la ventana. Eso te recuerda cuando de niño capturabas luciérnagas en el monte. Te asomas y atisbas el patio iluminado por la luna. Repentinamente, surge la silueta alargada de un hombre en la barda del patio, sus ojos son rendijas refulgentes. Tu corazón late con vigor. Cierras la persiana.
—Acabo de llamar a la policía —gritas—. Será mejor que se largue de mi propiedad.
No crees en asuntos paranormales, pero tienes un pavor tremendo por lo desconocido. ¿Qué diablos está pasando?, te preguntas.
Con pánico te asomas por un resquicio de la persiana. La silueta desapareció, sin embargo, escuchas pasos en el techo. Sientes un nudo en la garganta que te impide tragar saliva.
—¡Tengo una pistola! —gritas—. No voy a dudar ni un momento en disparar.
Alguien aporrea la portezuela que da al del patio. Sales del dormitorio, enciendes los focos del pasillo, corres a buscar un cuchillo a la cocina y notas que no hay nada en los cajones.
—No sabes con quien te estas metiendo —dices—, en ocasiones puedo ser cruel.
Las luces se apagan. Oyes una risilla apenas audible, aunque macabra. Avanzas en la oscuridad. Te pegas un golpazo en la rodilla con un mueble.
Más risas. Ahora son carcajadas.
—¿Qué está pasando! —gritas. Tu alarido es desgarrador—. ¿Quién eres?
Te arrastras hasta llegar a la puerta, después te incorporas e intentas abrirla con desesperación. Está trabada. Alguien me quiere hacer daño, piensas, de seguro debe ser alguno de mis rivales. Malditos perros envidiosos.
—Hola —dice una voz áspera—. Tengo una sorpresa para ti.
—Ayuda —gritas, mientras azotas la puerta con los puños hasta que te sangran.
—Te voy a matar —dice la voz—, pero va a ser muy doloroso. Te voy a descuartizar lentamente.
Recibes un golpe en la espalda con un objeto sólido y pesado. Caes al suelo y a pesar del dolor, te deslizas hasta el baño. Entras, cierras y colocas el seguro.
—¿Quién eres? —gritas—. ¿Qué quieres?
—Sólo quiero hacerte sufrir un poquito. Vamos a divertimos.
—¿Por qué? ¿Qué te hice?
—Me gusta verte llorar. ¿No lo puedes entender?
—Déjame en paz, maldito.
Los focos se encienden de nuevo. Debajo de la puerta distingues los contornos de dos pies enormes.
—Abre —ordena la voz—. De lo contrario te hare sufrir más. Quizás solamente te corte la cabeza de un tajo rápido y certero.
—Lárgate. ¿Qué quieres?
—Soy tu peor pesadilla… confórmate con saber eso.
Escuchas que rasguñan la puerta con lentitud. El sonido te eriza la piel. Tu cabeza palpita. La visión se te nubla. Estás por colapsar. Estás sufriendo la peor de tus pesadillas.
—Ayúdenme, por favor. —Tienes la esperanza de que los vecinos escuchen tus plegarias.
—Te dije que abrieras, no que lloraras como un nene miedoso.
Sabes que estás solo. Sales de cuarto con lo que te queda de energía. La sombra repta por el techo como una culebra.
—Déjame en paz… Por favor.
—¿Tienes mucho miedo?
La silueta brinca al suelo. Intentas romper la ventana de la sala con una silla, pero el intruso te aprisiona del cuello con fuerza. Te encaja sus feroces garras en el cuello y te hace sangrar. Sus ojos son horrendos. Su aliento es fétido. Su presencia es aterradora.
—¡No! —Lloras.
Debe ser una pesadilla, piensas. Te estás ahogando. No puedes zafarte de esas manos fuertes y ásperas.
—No te resistas… deja que te mate.
—Ya… te lo ruego. —Gimoteas.
Alguien destroza la puerta. Penetra la luz de una linterna. Logras distinguir al vecino de al lado con hacha en mano. Tu agresor se esfuma como una nube de vapor. Antes de perder el conocimiento, supones que estás enloqueciendo.
Horas más tarde, abres los ojos. Estás internado en una clínica y traes puesto un collarín.
—¿Cómo se siente, joven? —pregunta una enfermera.
—No sé —dices—. Estoy confundido. No entiendo qué pasó. Me duele hasta el alma.
—Tiene visitas, señor. Lo dejaré a solas un momento.
Ingresa el vecino que te salvó la vida. Se nota desconcertado. El hombre se sienta a un costado de la camilla y te pregunta:
—¿Cómo se encuentra, señor?
—Muy mal —dices—. Algo me atacó… Y no soy un loco. Estoy seguro de que había un ser maligno en la casa. No sé qué pensar.
—Yo le creo. Yo también lo vi. Observé a esa puta cosa caminar por las azoteas del vecindario. A decir verdad… era espantosa.
—Lo sabía. La casa que compré está habitada un ente maligno. Por eso me la vendieron barata… está embrujada.
—Se equivoca… En ese lugar nunca ocurrió nada extraño. Jamás se vio algo así hasta ahora. Siempre ha sido un barrio de lo más tranquilo.
—¿Qué dice?
—Cuando usted llegó a la colonia —dice el hombre—, la silueta negra venía sentada en el asiento trasero de su automóvil.
—¿Qué? No entiendo nada.
—Usted trae la maldición.
La sombra se asoma por la ventana de la clínica y espera el momento en que tu vecino te deje a solas.