Recuerdo el día que la conocí. La primera impresión fue desagradable. Tuve un mal presentimiento. La sombra trepaba la pared de cerámicas blancas del baño de niñas, en la escuela. Crecía cada vez más. Por momentos perdía su forma. Había ocasiones en que la oscuridad la devoraba y luego, reaparecía. Cuando los ojos eran sorprendidos por la repentina e intensa luz que rebotaba en el espejo, paredes y techo, tardaban unos segundos en adaptarse al cambio. Entonces, la sombra era más oscura y grande que antes como si hubiera absorbido parte de la oscuridad, como si la hubiera vencido.
La sombra tenía poderes. Podía hipnotizar y asustar a cualquiera que la mirase de reojo. Las alumnas más pequeñas eran su blanco predilecto. Parecía estar esperando el inicio de las clases para espantarlas. Más de una se orinaba encima.
Esa sombra había perdido su reflejo, todo rastro de humanidad, salvo la forma que a veces conservaba.
Según me contaron, yo había venido a reemplazar a la antigua celadora del colegio, de eso hace ya quince años. Ella había muerto en circunstancias misteriosas. Había sido la misma directora quien la hallara tendida en el piso del baño de niñas, en medio de un charco de sangre. Hay quienes creen que es un alma en pena. Sólo tendrá paz cuando descubran a sus asesinos o asesinas.