“Hoy vas a morir” leí en la pantalla del celular. Así se llamaba el grupo de whatsapp al que me habían agregado. Supuse que eran mis amigos gastando una broma de mal gusto. Ni siquiera me fijé quiénes eran.
Estaba sola en mi casa preparándome para la fiesta de disfraces. Se me había hecho tarde, como siempre. El maquillaje blanco que usé para cubrir mi cutis era pegajoso.
Un minuto antes de medianoche se cortó la luz. Maldije. Encendí una vela y volví a mi posición frente al espejo del baño. Me sobresalté. Casi no me reconocí con la peluca. La llama se contoneó de pronto y una ráfaga fría me erizó la piel. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas.
Mi gata maulló reclamándome. Entonces volvió a sonar el rington: un mensaje del grupo que pretendía ignorar pero no era el único móvil sonando en la casa. Había alguien más conmigo.
—¿Quién anda por allí? —pregunté con voz temblorosa.
Nadie me respondió. Me encerré con llave en mi habitación. Quise llamar a la policía pero los mensajes de whatsapp no dejaban de llegar. Abrí la ventana de la conversación para pedir ayuda a mis amigos y me aterré.
El administrador del grupo era “la muerte”. En su foto se veía una anciana de tez tan blanca como el mármol; su cabello, largo y plateado, caía lacio sobre sus hombros; su sonrisa era tan austera como la de la Mona Lisa. Otro de los miembros del grupo era “el diablo”. Su mirada era penetrante, tanto, que parecía poder verme aún desde la fotografía. Su sonrisa era desagradable.
Ellos dos eran los que más participaban. El diablo le pedía más tiempo a la vieja para convencerme.
“¿Qué carajo…? Hablan de mí. Satanás quiere mi alma. Quiere que le ponga un precio. Está negociando. La vieja se ríe. ¿De qué se ríe? ¡Por Dios!”
Estaba apoyada contra la puerta, sentada en el piso. Cada vez que sonaba mi celular también lo hacía el otro. Alguien tipeaba un mensaje. Imaginé unos dedos huesudos en contacto con la pantalla. La risa macabra se duplicaba: podía escucharla en vivo y en un audio, un segundo después.
Mi corazón era una bomba a punto de explotar. Unas gotas blancas de sudor frío y maquillaje caían sobre el móvil. Ya no pude leer más nada. Llamé al 911 justo antes de desmayarme.
Los médicos de la guardia no creen que sobreviva a esta noche. Puedo escucharlos.
—¿Cuánto? ¿Cuánto apostás? —le preguntó uno al otro.
Para mí era la voz del diablo.