Como en tantas de las cosas que él hacía y que yo no comprendía de manera inmediata, aquella madrugada del 14 de Diciembre de 1994 acompañé a mi amigo Claudio Rodríguez, hasta el aeropuerto de Ezeiza.

“Si por lo menos algo de todo lo que me rodea cambia para bien, entonces, todo habrá valido la pena”, me dijo con un fuerte abrazo de despedida y abordó su vuelo con destino a Ciudad del Cabo, África.

No emprendí el regreso de inmediato, me quedé en el café del aeropuerto, en parte reflexionando sobre el sustancial cambio en la vida de mi amigo y en parte esperando a que cese de llover (la idea de manejar bajo esas condiciones, no me agradaba en lo más mínimo)

Cuando por fin conducía de regreso a casa, vi a los ejecutivos, a los obreros, a los estudiantes y a los indigentes, todos bajo el mismo cielo; únicos en sí, pero insignificantes a la vez.

Cualquiera de nosotros podría desaparecer en este instante y el mundo no dejaría de girar, seguiría igual. Entendí pues, que es la cruel indiferencia y el eventual olvido lo que en realidad duele tanto al morir. El conductor de un vehículo que había decidido ignorar el pavimento mojado y también el semáforo de José María Moreno y Acoyte, me arrancó el espejo retrovisor al pasar a toda velocidad. Solo le pude observar un insulto escrito en la luneta trasera, la ausencia de placa patente y de cómo se descartaron de una botella que fue a impactar contra el automóvil de algún desafortunado vecino.

Pensé que con ésa ignorancia que raya en la inocencia, quizás jamás se enteren, ni de su falta ni de mi impotente rabia.

Provocar un cambio sin ser consciente de ello no tiene mérito alguno, ni bueno, ni malo, me dije y entonces lo entendí. He de hacer en este mundo, una marca tal, que aunque éste no se digne a detenerse al momento de mi muerte, al menos ya nada vuelva a ser igual sobre su ingrata faz. El semáforo se puso en verde.

Un cambio tan sustancial, comprometido y atrevido que no se lo pueda ignorar, razonaba mientras me acercaba a un paso nivel con las barreras bajas. Detuve la marcha justo al lado del auto sin patentes y que apestaba a cumbia y alcohol. Los ocupantes del vehículo, totalmente ajenos a mi presencia, tampoco se percataron de que bajé el cristal del acompañante pues, no quería romperlo. Solo cuando ambos voltearon a verme, fue que les volé la cabeza de dos disparos limpios y precisos. El tren pasó, llevándose con él todo el ruido y la confusión, la noche quedó nuevamente apacible y la barrera del paso nivel volvió a alzarse. Entonces, si algo de lo que me rodea cambia para bien, habrá valido la pena, me dije convencido mientras guardaba mi arma aún tibia y continuaba el viaje de regreso a casa.

 

De -MarcelobFederico-