La llama titubeante de la vela incrementó su malestar estomacal. Tenía un mal presentimiento. Su pollera se levantó a causa del viento frío.
Parada allí, delante de la vieja casona abandonada al costado de las vías del tren, intentaba ahuyentar a los fantasmas. No lo había hecho nunca hasta ese día.
Estaba embarazada. Antes del primer día de atraso ella ya lo había advertido. Lo soñó. Siempre confió en sus sueños. El problema se había presentado una noche mientras dormía. Fue la última noche que durmió.
Había podido sentir cómo una figura encapuchada se metía en su dormitorio y apoyaba una mano sobre su vientre. Ella era consciente que dormía, pero no lograba despertar. Supuso que aquel espíritu intentaría poseer el cuerpo de su hija aún sin nacer.
Su esposo no le creyó, en cambio, se quedó mirándola con pena.
—Necesitás descansar. ¿Por qué no tomás una pastilla para dormir? —besó su frente y se fue a trabajar.
Esa noche subió a su taxi un hombre. Lo llevó a la vuelta de la casona. Mientras se acercaban el pasajero le contó algunas de las historias más escalofriantes que había escuchado. “Un sacerdote entró y bendijo casi todos los ambientes. Hubo una puerta imposible de abrir. Del otro lado, se escuchaban ruidos de cadenas arrastrándose.y martillazos. Muchos vecinos dejamos velas encendidas en las rejas del perímetro para espantar a las almas perdidas que habitan allí”.
Apenas quedó libre, giró en la esquina a toda velocidad. Buscó su celular para llamar a su mujer. Lo encontró caído debajo del asiento del acompañante. Cuando volvió su vista al frente alcanzó a ver a una persona parada delante suyo. No llegó a frenar. Atropelló a alguien. Se bajó del vehículo. Lloraba. Gritaba pidiendo auxilio. Su esposa agonizaba. Un par de policías asistieron el parto. La mujer no sobrevivió. Los martillazos cesaron automáticamente desde el momento en que la niña nació.