—Estar bajo tierra me da escalofríos. Para colmo vamos a pasar por debajo del cementerio. ¿Justo esta noche que es la noche de Todos los Santos tenemos que ir a la casa de Mariana? —protesté.
—Su cumpleaños es hoy. Dale, no seas tan miedosa. Relájate.
—Podría haber sido más original. Esto de organizar una fiesta de disfraces hoy…
Mis dedos estaban crispados. Sujetaba con fuerza la cartera, tan solo para aferrarme a algo. Éramos las únicas pasajeras del vagón.
—¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos?
El subte frenó entre dos estaciones. El túnel era angosto. Sentía que me faltaba el aire. Me volteé para enfrentar la mirada pícara de Laura. Encontré sus ojos debajo de la capucha negra, resaltados por el maquillaje blanco y el rímel negro que los contorneaba. Las luces parpadearon. Tenía un mal presentimiento.
Los instantes de oscuridad se hicieron más tenebrosos con las carcajadas provenientes del mismo vagón vacío y el súbito olor a podrido. No deben haber pasado ni cinco minutos.
La luz se normalizó.
—Ay. ¡Qué es esto! Ayúdame —aulló Laura.
Estuve a punto de insultarla, pensando que me quería jugar una broma de mal gusto, pero una sombra negra la arrastraba. Grité. La sujeté. Su rímel se estaba corriendo. Lloraba.
Cuando el subte retomó la marcha la sombra desapareció. Nos bajamos en la primera estación. Subimos las escaleras corriendo sin mirar atrás. A la casa de Mariana llegamos en taxi.