Todo lo narrado en este cuento ha ocurrido de una forma u otra por increíble que parezca.

Fue un verano de los buenos.

Mi vecino Checho y yo vivíamos entre el campo y la playa, a las afueras de Cambrils, en una zona que en esos años combinaba tanto turismo como agricultura. Hacía mucho calor y no sé por qué, se nos ocurrió ir a coger melocotones a la finca del Señor Agustinet. Era un largo camino hasta los mejores melocotones del lugar.

Seis o siete kilómetros de caminos para niños de diez años era bastante, aunque no era nada que no pudiéramos superar con nuestras bicis súper molonas: eran del tipo BMX (dependiendo de la edad que tengas sabrás de qué hablo). Yo montaba una BH California XL3 y mi colega, una espectacular Monty Especial cromada (más adelante llegarían las Mountain Bikes que destruirían el placer de ir en bici).

Metimos unas bolsas de plástico en los embellecedores absurdos de los tubos de nuestras bicis y partimos. Ahora pienso que lo mejor hubiera sido llevarnos una cantimplora por el calor salvaje que hacía, pero a ser previsor se aprende con el tiempo.

Nos entretuvimos tirándonos por unas excavaciones previas a la construcción de un edificio y nos retrasamos un poco más de lo que teníamos previsto. El caso es que nos entró sed. Mientras hablábamos de lo guapas que eran nuestras novias inexistentes, Checho cambió de tema en seco—tengo sed—. Y tal cual lo decía, brincaba de su bici dejándola caer en medio del camino y saltaba la valla de un chalet para buscar alguna manguera por el jardín. Él siempre entraba a los jardines sin mirar, pero yo guardaba cierto pudor e intentaba asegurarme de que no hubiera gente y la verdad, me pareció que no había nadie viviendo ahí desde hacía mucho tiempo. Resultó no ser así. No encontramos manguera ni grifo para beber, pero yo me quedé alucinado con una pedazo de zarza llena de moras maduras y espinas como navajas que salía del centro del jardín y cubría el porche y gran parte de la casa, creando una especie de tejado que daba una sombra muy fresquita. —¡La fruta quita la sed!— dije con mi infinita sabiduría. Y empezamos a engullir moras como si no hubiese mañana. Por cierto, no toda la fruta quita la sed: el aguacate y el plátano no la quitan. Las moras, tampoco.

Estuvimos un buen rato comiendo moras. No nos importaba pincharnos, merecía la pena. Había tantas que las que colgaban del techo nos las comíamos sin usar las manos: mirando hacia arriba y abriendo la boca sin más. En una de esas, enderecé la mirada y vi que alguien nos observaba desde el interior de la casa. Qué susto, por favor. Me quedé paralizado y Checho, aunque siguió engullendo nutritiva fruta un buen rato, se acabó dando cuenta de que nos habían pillado. Normalmente solucionábamos estos entuertos corriendo diplomáticamente, pero esta vez nos quedamos paralizados literalmente. Hechizados, me atrevería a decir.

Un hombre de cuyo rostro soy incapaz de acordarme (y te aseguro que tengo muy buena memoria para estas cosas), salió tranquilamente por la puerta corredera de la casa.—¡Seguid comiendo, no os cortéis!— nos dijo sonriendo con un libro en la mano. Aunque no me fiaba, pensé que era un tío guay y seguí comiendo para no ofenderlo. Aun así, no lo hice con las mismas ganas que al principio.

—Os parecerá bien robarme las moras—. Paramos de comer otra vez. Sabía que lo iba a decir.

—No sabíamos que eran tuyas—dijo Checho. No fue la mejor excusa, lo sé.

—Tranquilos, os perdono.

Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia la puerta.

—¡No os puedo perdonar!— dijo gritando con furia—¡No me deis la espalda, niñatos!

Volvimos a darnos la vuelta y vimos que alzaba un libro para que lo viéramos. Apretaba los dientes como queriendo contenerse.

—Estaba escrito aquí que vendríais—agitó el libro—pero no os creáis que sois una especie de profecía. Este libro me cuenta lo que me va a pasar a mí, vosotros sólo sois un par de críos.

—No me lo trago— le dije, haciéndole entender que lo tomaba por un chalado.

—¡Ten respeto, chaval!— Me espetó.—Soy uno de los magos más temibles del mundo.

Ahora me arrepiento, pero en su momento, nos reímos mucho.

—Ibais a robar melocotones del Agustinet— Abrió el libro y nos señaló una línea —Tú te llamas Juanjo y tú, Checho.

Realmente, estaba escrito. Se nos cortó la risa. Fuera magia o un truco, daba mal rollo y nos lo creímos. Parecía que empezaba a calmarse y continuó hablando en un tono más agradable:

—Como me habéis caído bien, no os convertiré en pienso para hámsters. Sois muy pequeños como para castigaros—pero volvió a apretar los dientes y a mirarnos con odio—¡No puedo dejar que os vayáis sin compensarme el dolor que me habéis causado!—Se calmó un poco—me traeréis a mí los melocotones que ibais a robar.—Se dirigió al interior de su casa como si estuviera derrotado y se detuvo justo en la puerta mirando al suelo.

Pensamos que lo mejor era hacerle caso. Nos pareció una tarea sencilla, al fin y al cabo es lo que íbamos a hacer. Vale que los melocotones no iban a ser para nosotros, pero tampoco iba a ser la última vez que trabajara gratis en mi vida.

Le dimos las gracias por no transformarnos en pienso y nos dimos media vuelta. Cuando íbamos a salir por la puerta, nos dio un grito:

—¡No salgáis por la puerta, por Dios! ¡De los lugares mágicos se sale por donde se entra!

—Entonces,—le pregunté—¿saltamos la valla otra vez?

—Da igual, salid por la puerta, así tendréis la oportunidad de ver el perfil de la vida.

—¿Qué quiere decir?—. Sentí curiosidad.

—Que normalmente ves las cosas por delante o por detrás, pero también se pueden ver de canto o de perfil. Hay otra perspectiva más, pero por vuestro bien, espero que no la veáis nunca.

Hicimos ver que le entendíamos y salimos. Se despidió de nosotros:

—Si no me traéis una bolsa llena de melocotones antes de que anochezca, haré que muráis descuartizados por perros. Un abrazo, chicos. Y mucha suerte en vuestra misión.— Parecía que volvía a entrar en su casa pero volvió a hablarnos lleno de rabia.—¡Y decidle al sapo que Don Ramiro no le perdonará nunca!—

—¡Claro, claro!—le respondió Checho mientras levantábamos nuestras bicis.

Antes de empezar a darle a los pedales, me detuve un instante y pensé que ese estaba siendo el segundo día más raro de mi vida.

Seguíamos con sed. El mundo visto de canto parecía más o menos lo mismo. No sé, la hierba verde era verde, pero otro tipo de verde. No sabría describirlo. El cielo tenía un tono azul un poquito diferente, no sé. Y los árboles, no sabría decir, estaban más o menos igual, la corteza, quizás más remarcada, de un color más intenso. Vamos, que si no fuera porque un pino se puso a andar, casi no habríamos notado cambio. Más adelante descubriríamos que ese pino estaba harto de que el árbol de al lado le hiciera sombra siempre a la misma hora.

Continuará.