Los disgustos recientes y el estrés por no atender  mi trabajo como a mi me hubiera gustado me habían pasado factura, aunque yo como siempre no quisiera verlo.  Arrastraba desde hacía tiempo una recaída de mi enfermedad. Traté de disimularlo vistiendo ropa ancha y gruesa —arte en el que como sabes, era toda una experta—.

Pero mamá, tú me notaste enseguida a la vuelta de Roma, que había adelgazar mucho otra vez. Siempre dices que la cara se me vuelve más pálida y las ojeras más negras cuando empeoro. Creo que me tienes bien calada. Yo ponía todo mi empeño en convencerte de que no eran más que figuraciones tuyas, pero estabas tan acostumbrada a bregar con aquellas situaciones, que no te dejaba engañar con facilidad. En aquella época volvimos a discutir como en nuestros mejores tiempos, cuando no era más que una cría rebelde que se creía en posesión de la verdad. Cuando me ponía en ese plan sabía que podía llegar a ser muy cruel, pero no me importaba lo más mínimo hacerte llorar cada vez que nos veíamos o hablábamos por teléfono. Pero por suerte para mí, tú no pensabas en cruzarte de brazos mientras me veías empeorar día a día.

Primero recurriste a Raquel. Nuestra relación entonces ya no era ni mucho menos tan íntima como cuando éramos pequeñas. Eso y el hecho de que yo la sintiera como mi igual, hacía que tampoco tuviera la suficiente autoridad sobre mí como para hacerme cambiar de actitud. Además, me molestó muchísimo su intervención en al asunto. ¿Quién era ella para darme lecciones? ¿Es que se creía mejor que yo? Lo cierto es que «ella» era la hija ideal: todo lo hacía bien. Tenía un buen sueldo a final de mes; unos niños de postal navideña; un marido ideal y yo no podía soportar tanta perfección. Por el contrario, yo era un desastre para todo. Lo único que se salvaba de la quema era mi carrera como escritora. Aunque en el fondo tampoco me iba tan bien: era verdad que vendía bastante, pero ya me hubiera gustado llegar a fin de mes con la misma solvencia que Raquel —sobre todo en los últimos tiempos—, por mucho que me burlase de su trabajo y la llamase chupatintas en tono despectivo.

Lo cierto es que siempre que me medía con ella salía malparada, pero ahora me doy cuenta de que no era culpa suya sino mía. Ella nunca me menospreció. Era yo la que me creía inferior, la que no podía soportar su éxito porque en el fondo me hacía sentir una fracasada. Aquel la discusión fue terrible. En pocas palabras le dijeque se metiera su asquerosa vida perfecta dónde le cupiese y que me dejara en paz. Después de aquello Raquel se mostró dolida, con toda la razón del mundo, y no volvió nunca más a hablarme del tema. Algún día habré de tener sincerarme con ella y pedirle perdón por todas esas cosas horribles que le dicho a lo largo del tiempo y no solo aquel día. Has tenido que caer tú enferma para hayamos vuelto a ser nuevamente «hermanas».

Entonces, al ver que no había manera de hacerme entrar en razón, tomaste una drástica decisión. A pesar de que Ricky no era santo de tu devoción —y yo lo sabía, que conste—, hablaste con él y le pediste ayuda. Nunca terminaré de sorprenderme de la capacidad de maniobra de una madre cuando la situación lo requiere. Él, que ya sospechaba que algo no andaba bien, porque mi pérdida de peso era más que evidente, me buscó la clínica y me obligó a ingresar casi contra mi voluntad. Yo no quería. Si por algo se caracteriza mi enfermedad es porque no la queremos ver. Que yo me negaba a admitir mi verdadero estado era incuestionable. Sí, notaba como me sobresalían los huesos de las caderas, pero quería deshacerme de unos michelines inexistentes, que solo yo veía. Si conseguía perder tres kilos, ponía mi objetivo en seis y así hasta el infinito. «Trastorno dismórfico corporal» lo llama mi doctora. Si por mí hubiera sido, habría querido adelgazar hasta disolverme en la nada, o lo que es mismo morirme de inanición. Pero Ricky me convenció utilizando todo su don de gentes, que, como político que era, estaba dispuesto a desplegar en cualquier ocasión en la que fuera necesario. Al contrario que Raquel y que tú, él sí tenía entonces un poder sobre mí. Aunque luego, a lo largo del tiempo pude constatar que era un experto manipulador, en aquella ocasión lo utilizó para hacerme un bien y a pesar de todo lo ocurrido después se lo agradezco de corazón.

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